Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
En días pasados se hizo «viral» un acto de acoso y hostigamiento perpetrado en contra de un joven que se encontraba a las afueras de El Refugio Casa del Migrante. Dicho acto fue cometido —y transmitido en vivo vía Instagram— por un conjunto de creadores de contenido que se ostentan como parte de la población de la diversidad sexual de esta entidad. Por sus características particulares, la agresión ha tenido un nivel notable de visibilización en redes y ha ocupado un lugar central en la conversación pública reciente.
¿A qué puede deberse lo anterior? Considero que, entre otras cosas, esto se vincula tanto con el papel fundamental que desempeñó FM4 Paso Libre, un organismo de atención humanitaria, al denunciar el hecho; como con que el acto de violencia y discriminiación señalado arriba fue llevado a cabo por un sector de la población que es, a su vez, sistemáticamente discriminado y sancionado con frecuencia de manera negativa por ciertos estratos sociales.
Entre otras cosas, estos rasgos —sumados al papel fundamental que en nuestro presente desempeña el entorno tecnodigital— han colocado al caso en el pantanoso centro del debate público.
En este contexto, no hay que perder de vista que la violencia, el acoso, el hostigamiento y la discriminación ocurren todos los días en prácticamente todos los espacios. Sin embargo, ya nos resultan tan familiares que ahora tendemos a normalizar, invisibilizar y justificar estas prácticas. De modo que sería pertinente aprovechar la visibilidad que ha tenido este caso en particular para reflexionar acerca del alcance que tienen estos flagelos en sociedades como la nuestra. Así, si se le presta atención a las narrativas generadas en torno a este espinoso tema, es posible identificar una tendencia sólida a mostrar una profunda indignación en torno a la conducta abusiva de estos «influencers». No obstante, valdría la pena clarificar las razones que hay detrás de esta especie de «enardecimiento colectivo».
Ello sobre todo porque cierta parte de estas narrativas tiende a suscribir —de forma un tanto velada— un conjunto casi inquisitorial de discursos de odio y anti-derechos.
De manera específica, alrededor del caso que ocupa a esta columna, puede decirse que una parte de la opinión pública se ha enfocado en asociar la orientación sexual de los influencers perpetradores con las conductas violentas dirigidas al joven migrante ya aludido. Como si la identidad de género de aquellos fuese la causa de sus conductas violentas en contra de éste. Como si ser gay fuera una desviación que fomenta la perversidad. Y ojo aquí. No está de más señalar la necesidad de estar en guardia frente a estas posturas. Ello sobre todo porque desde un discurso discriminatorio no hacen sino reproducir y profundizar las desigualdades que nos atraviesan.
¿O acaso quien sanciona negativamente la dimensión socioafectiva del Otro —sus preferencias y sus orientaciones— no hace sino contribuir a la obliteración de un sistema de opresión que históricamente le ha otorgado privilegios a unos cuantos y ha subordinado a la mayoría? Más aún: ¿acaso este tipo de escándalos mediáticos no ha fortalecido una serie de prejuicios que suelen ser utilizados como falsos argumentos por los grupos que buscan obstaculizar el acceso equitativo a una serie de derechos a personas que viven por fuera del régimen heteronormado (i. e. matrimonio igualitario; familias homoparentales, etc)?
El tema, pues, no es ni la identidad de género, ni la orientación sexual (ni la edad, si pensamos en el discurso adultocéntrico) de quienes abusaron del joven migrante. Tampoco está a debate si se castiga o no a estos influencers en caso de que hayan cometido un delito. La cuestión de fondo radica, como decía antes, en hacer visible el sistema de opresión que, con base en el color de la piel y en el estatus socioeconómico de las personas distribuye de forma inequitativa el conjunto de oportunidades a las que las personas tienen acceso. Así, el núcleo de esta problemática se encuentra en la desigualdad violenta alrededor de la que se articula la vida social. De modo que lo que revela este caso es un imaginario social que normaliza escenarios que colocan a unos pocos en una situación de privilegio y a otros —los más— en una posición sumamente vulnerable. En este sentido, resulta crucial denunciar a toda costa estos actos. Ello con el objeto de erradicarlos de manera definitiva. No obstante, hay que evitar la validación de los discursos de odio y de las posturas anti-derechos. Ojo aquí: entrar en el juego del debate no implica darle voz a la tozudez conservadora.
En fin, hablaba antes de la pertinencia de aprovechar la notoriedad del caso para reflexionar acerca de lo que nos acontece. Para terminar regreso a este punto y pongo de relieve dos aspectos que me parecen cruciales. El primero tiene que ver con los mecanismos a través de los que la violencia, la discriminación, el acoso y el hostigamiento se normalizan, se invisibilizan e, incluso, se llegan a justificar por amplios sectores de la sociedad. Esto perpetúa y profundiza las desigualdades que atraviesan a todo el tejido social. La denuncia y la visibilización de estos procesos es una condición necesaria. Para ello hace falta el segundo de los aspectos, el cual nos obliga a colocarnos frente al espejo de nuestros propios prejuicios y desmontar así el entramado de desigualdades en el que habitamos. Ello nos permitiría interrumpir nuestra contribución (mínima o descomunal) a la producción y la reproducción de los procesos discriminatorios que hemos incorporado a tal grado a nuestra cotidianidad que ya no les vemos, salvo cuando ocurren casos como el que hemos referido aquí. Procuremos encontrar la igualdad en nuestras diferencias. Porque ¿qué creen? Efectivamente: todo es lo que parece.
Pd.
Mención aparte merece FM4 Paso Libre. Gracias a la intervención de esta organización fue posible que el oprobio cometido por los desafortunadamente famosos creadores de contenido no haya pasado desapercibido. Esperemos que, si es éste el caso, se castigue a los culpables por el delito que cometieron (y no que se «crucifiquen» por su orientación sexual ni por su condición de jóvenes).