Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
El pasado 01 de agosto se realizó la primera consulta popular constitucional en México. Para llevarla a cabo se instalaron en todo el territorio nacional poco menos de 57 mil mesas receptoras (cada una con capacidad para recibir hasta 2000 participaciones).
Al momento de escribir estas líneas el conteo rápido de las papeletas sugería una escasa respuesta por parte de la ciudadanía, cercana al 8 % de la lista nominal. Bastante lejos del porcentaje requerido para que los resultados fueran vinculantes.
Como seguro hay ya cientos de artículos en los que se discute si el ejercicio fue un fracaso rotundo o un éxito al por mayor, en esta intervención preferimos pensar sobre un tema que es un poco más de fondo. Para ello hay que decir, en principio, que durante varias semanas la polémica en torno a la consulta popular ocupó buena parte de la discusión pública. Las narrativas en disputa transitaron entre lo sublime y lo bufonesco.
Por una parte, estaba el loable discurso situado en el plano de las víctimas, desde el cual se postulaba a este ejercicio democrático como un avance hacia una justicia de corte transicional; y como un interesante experimento de democracia participativa. Por otro lado, estaba aquella otra postura ubicada en el plano de un fervor patriótico que, seamos sinceros, a veces rayaba en lo risible (1). Y de esto la verdad es que ni siquiera vale la pena hablar.
Como quiera que sea, hacer visible lo anterior es importante porque ante ese tipo de polémicas, que en realidad responden a una coyuntura marcada por la efervescencia política, vale la pena interrogarse acerca de ¿cuál es la discusión de fondo detrás de este ejercicio hasta ahora inédito en nuestro país? Desde mi perspectiva, una posible respuesta a esta interrogante remite a la añeja tensión que atraviesa al campo político desde hace siglos. Me refiero específicamente a la controversia en la que se debate si es mejor un régimen democrático en el que las decisiones públicas cruciales son tomadas por todas y todos de manera deliberativa; o si es más adecuado un régimen en el que este tipo de decisiones quedan en manos sólo de un conjunto de élites ilustradas. Estos dos enfoques representan, precisamente, el telón ante el que hay que interpretar un ejercicio como el del domingo pasado. Y adelante desde ya que la respuesta a este dilema es todo menos sencilla.
En este sentido, vale la pena recordar que para quienes suscriben el primero de los enfoques (a veces le dicen republicano; a veces participativo), es fundamental que la ciudadanía se implique en la hechura de lo político. Así, el motor de la vida sociopolítica estaría vinculado con algo que bien podría llamarse virtud cívica, es decir, con una especie de protagonismo ciudadano en el que las acciones de los sujetos están orientadas más hacia el bien común, público, y menos hacia al beneficio individual (2). Por otra parte, quienes apuestan por una democracia de las élites aseveran que las decisiones públicas deberían ser potestad de unos cuantos; de preferencia de aquellas y aquellos que se encuentren mejor calificados.
De este modo, se asume que la participación política no es, como tal, un bien público, es decir, algo que las y los ciudadanos desean conseguir. Más bien, el énfasis se coloca sobre la libertad individual y se favorece un entramado institucional en el que las élites compiten por obtener a toda costa el voto de las y los ciudadanos (quienes de algún modo ceden su soberanía para dedicarse a otros asuntos que les son más interesantes). En este segundo enfoque las decisiones políticas emergen no tanto por la búsqueda del bienestar público sino por la competencia política entre partidos (3). En consecuencia, la ciudadanía —y lo democrático— se reduce a optar de vez en cuando por un grupo u otro y entre un conjunto restringido de cuestiones relevantes.
¿Por qué es importante reconocer que esta disyuntiva es la que se encuentra detrás de la consulta efectuada el domingo pasado? Porque —querámoslo, o no— lo que pensemos y hagamos respecto a este tipo de ejercicios nos coloca en uno de estos dos bandos. Así que resulta sensato cuando menos saber de qué va el asunto. Más allá de los resultados obtenidos este 01 de agosto; y a la par del tema sometido a consulta —mediante una pregunta redactada de la manera más churrigueresca posible—, esta actividad constituye un buen espacio para el aprendizaje. No me cabe duda que hay que replicarlo y refinarlo en el futuro. Y, sobre todo, interrogarnos acerca de cómo deseamos que se tomen las decisiones públicas en este país. ¿Le apostamos a una democracia participativa fundamentada en el bienestar común? ¿O preferimos que las decisiones que nos afectan estén en manos de unos cuantos iniciados?
En fin, lo que nos debe quedar claro hoy es que la democracia de a deveras, la que no se agota en lo electoral, no es una dádiva del presidente en turno; ni una potestad del INE o de cualquier otra institución. La democracia —precaria, blandengue y como sea, pero democracia en última instancia— es una constante lucha que sostenemos las y los ciudadanos. Con y a pesar de la clase política. Que no se nos olvide.
PD1. Exégesis
El ogro filantrópico me pregunta: «¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos, encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?». Yo, por supuesto, voy a la casilla correspondiente y le respondo con un enfático «¡Sí, estoy de acuerdo! ¡Es más: te mandato que llegues hasta donde tope!» Y además te exijo que hagas operativos los resultados de este ejercicio (más allá de si son legalmente vinculantes, o no). Para ello, te ayudo con un conjunto de preguntas (como para que empieces con el necesario esclarecimiento): ¿Qué debo entender por acciones pertinentes? ¿En qué parte de la consulta está definido este término? ¿Cuál es la frontera entre la pertinencia y la impertinencia de una determinada acción? ¿Quién decide estos criterios? ¿Emprender un proceso de esclarecimiento significa también llevarlo hasta sus últimas consecuencias? ¿O la impartición de justicia es harina de otro costal? Cuando inicies con el proceso de esclarecimiento al que te refieres ¿se clarificarán todas y cada una de las decisiones políticas tomadas por los actores políticos en los años pasados o sólo las que se sitúan por fuera del marco legal y del marco constitucional?
Si es así entonces necesitas dejarlo claro en tu modo de interrogar. Por otra parte, ¿de cuántos años hacia atrás estamos hablando? No sólo 1988 y 2018 son parte del «pasado». 2019 y 2020 ya fueron. ¿Juzgamos? ¿Y los actores presentes y futuros para cuándo? Por último, yo ya te dije que sí estoy de acuerdo. Pero te recuerdo que prometer también compromete. En este sentido, la consulta busca garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas. ¿Qué pasará si esta promesa no se cumple? ¿Nada?
PD2. Indicadores
¿El porcentaje de participación en la consulta popular del 01 de agosto podría ser visto como un indicador de la magnitud del «voto duro» en favor del oficialismo? ¿O acaso informa acerca del tamaño de la crisis de legitimidad en la que está sumergido desde hace décadas el entramado institucional? ¿Quizá es el resultado de un boicot bien orquestado? ¿O a la mejor anuncia que una pregunta redactada de manera barroca desincentiva el involucramiento de la ciudadanía?
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Redacción barroca o no, la materia de la consulta no generó ninguna polémica y por eso nadie fue. ¿Cuántos artículos a favor “NO investigar a los actores…” se escribieron? Casi ninguno, simplemente no había nada que discutir, nada que preguntar. No hay ninguna duda de la demanda popular de verdad y justicia y no hay ningún impedimento para llevarla a cabo. El argumento de la trascendencia estratégica ha sido una defensa a posteriori de una consulta absolutamente innecesaria: Ya sabíamos que más del 70% de la gente votaría que SI, y el resultado fue aún más contundente. La pregunta es ¿Por qué no se ha hecho una comisión para la verdad ya? ¿Será que la voluntad de los gobernantes no está alineada con la del pueblo? ¿Está la élite política tan desconectada del pueblo que necesitan preguntar lo obvio?