MAROMA
Por Liliana Sarahí Robledo Barragán / Integrante de Maroma: Observatorio de Niñez y Juventud
Experimenté mi colocación como niña en los noventas. Cada fin de semana visitaba un pueblo fantasma en la Sierra. A los 6 años me desplazaba por “todos lados”: banquetas, parques, callejones y senderos que conducían al bosque. Algunos de estos lugares fueron mis nichos de juego: los lugares donde aprendí a caminar el mundo. Lo que más gozaba era el nicho boscoso, sus dunas de tierra colorada (charanda) y los sonidos que produce el roce de las acículas con el viento. Mi hermano fue mi compañero de juego. Tuvimos privilegios de desplazamiento lúdico porque no siempre necesitábamos cuidadores: mi abuelo y mi madre nos enseñaron los senderos para caminar el mundo inmediato en las tareas de cuidado y movimiento del ganado.
Trato de evocar con palabras las imágenes de una niña y con su hermano menor corriendo, “a toda velocidad”, por las calles que conducen a los senderos del bosque. Cada uno carga con un costal blanco para llegar a la resbaladilla “más grande del mundo”: las dunas de charanda. Por horas subíamos y bajamos hasta que nuestros pantalones se rompían, observábamos que se aproximaba la lluvia o asimilábamos la noción del tiempo “real” (que es diferente a la que se experimenta en el juego).
En ese momento de mi trayecto de vida no tenía interiorizada una noción de riesgo hacia las personas que encontraba en el bosque porque nos reconocíamos por las familias de las que procedíamos y casi siempre transitaban los mismos: viajeros al rancho, resineros, recolectores, ganaderos y caminantes por diversión.
En charlas esporádicas con contemporáneos que compartimos terruño, memorias de juegos, anécdotas de formación católica, festividades y eventos, convenimos en los limitantes de movilidad para “salir a jugar” de las niñas, los niños y adolescentes de “ahora” por los acontecimientos protagonizados por grupos armados que irrumpen el curso de la vida.
Los terrenos de juego se reducen: se trasladan al espacio doméstico o digital y en lugares con cuidadores diversos que pueden incidir en eventos inesperados (como una balacera). Niñas, niños y adolescentes tienen cada día menos oportunidades de moverse por callejones, explorarse en el bosque, jugar en las charandas y habitar, al jugar, los espacios del pueblo fantasmal porque observamos “extraños en nuestras tierras”. Entonces, ¿qué implicaciones tienen los procesos violentos que limitan los terrenos de juego, las movilidades y las formas de jugar para las actuales niñeces rurales?