Todo es lo que parece
Por Igor Israel González A / @i_gonzaleza
No sé ustedes. Pero yo no recuerdo una época en la que las disputas por ocupar un lugar cada vez más hegemónico en la producción del discurso público hayan sido tan visibles y encarnizadas como en el último lustro. Y por supuesto: no me quejo. Todo lo contrario. Considero que evidenciar los conflictos que atraviesan al campo político es una condición fundamental para la ampliación de lo democrático.
En este sentido, se precisa reconocer nuestras diferencias. Es crucial discutirlas y defenderlas frente a las y los otros. La hechura de una esfera pública saludable así lo demanda. Aunque también requiere de una disposición a dejarse convencer por el mejor argumento (y por supuesto, necesita que haya argumentos más o menos plausibles y racionales). Y se me hace que en este aspecto andamos un tanto errados.
¿Por qué? Porque pareciera que en lugar de adversarios a los cuales se tiene que convencer, lo que se tiene son enemigos a los que hay que eliminar a toda costa. Y como si en vez de argumentos sólidos, los bandos enfrentados propusieran la tozudez y el empecinamiento como sendos posicionamientos políticos. desde los cuales construyen las narrativas que pretenden colocar en el imaginario nacional.
Forma pura. Nada de fondo.
Y uno podría decir: allá ellos.
No obstante, lo realmente complicado es que —casi sin deberla ni temerla— hemos quedado en medio de esta especie de intercambio demagógico de dimes y diretes entre los bandos que pugnan por su lugarcito en el espacio público. Desde luego, estamos acostumbrados y acostumbradas a que en tiempos de efervescencia electoral la clase política transita entre la mala leche y las guerras de lodo. Eso no nos es ajeno. Lo padecemos cuando menos cada tres o seis años. Una vez que pasa la temporada electoral: sanseacabó. A lo que sigue. No obstante, hoy parece que la coyuntura se ha vuelto estructural. La disputa por la hegemonía sobre la conversación pública es la constante.
Desde distintas palestras televisivas, radiofónicas, periodísticas, tuiteras y youtuberas, tirios y troyanos se han dedicado a confrontar las narrativas en disputa con estrategias que ya bordean los linderos de lo cómicamente absurdo. Y hasta ahí todo bien. Uno bien podría prepararse unas palomitas y presenciar el espectáculo. Excepto porque este merequetengue trae consigo, entre sus muchas consecuencias, varias que nos pegan de lleno.
Por ejemplo, el borramiento de la dimensión ética de lo político. Es como si en los últimos años la clase política —y me refiero tanto a gobernantes como a opositores— se hubiese empeñado minuciosamente en vaciar de contenido su quehacer.
Así, me parece peligroso —por decir lo menos— la facilidad y la soltura con la que hoy se alude en público a términos que deberían ser reflexionados con detenimiento —y usados con conocimiento de causa— por su profunda carga histórica y semántica. Se me vienen a la cabeza conceptos como el de “golpistas”; o el colmo, aquella otra torpeza que alude a la tropicalización de lo mesiánico. Válgame.
Por cierto, la producción y difusión de este tipo de narrativas suele ser —por lo bajito— la condición de posibilidad para la criminalización de la protesta social y la persecución de quien piensa diferente. Quisiera decir que en este país no hemos tenido antecedentes de lo anterior, pero… En fin, para aprovechar el espacio que me resta en esta columna, les quiero platicar acerca de un par de estrategias a las que suelo acudir para no volverme (más) desatinado ante un escenario así de abigarrado (que privilegia lo estético y subordina lo ético).
Desgloso un conjunto de «criterios» (no sé bien como llamarlos) a los que me remito cuando estoy frente al intercambio de lodazales entre opositores y adeptos que nos muestran en buena parte de los medios de comunicación. Salvo honrosas excepciones. Aclaro: no importa de qué lado del espectro ideológico se posicionen.
Estos criterios —aún a riesgo de pecar de falacia de ambigüedad— aplican para arriba, para abajo, para la izquierda y para la derecha. Van, pues:
- En principio, sospecho de aquellos que pretendan subsumir una miríada de adversarios bajo el rubro de un «enemigo único» (o su variante: si no estás conmigo, estás contra mí).
- Veo con profunda suspicacia los intentos de montar sobre los adversarios las propias fallas. O su variante: nosotros somos malos pero míralos, ellos son peores… Pfffft (trompetilla). Falacia tu quoque, le dicen, creo.
- Ahora bien, si en lugar de argumentos quienes intentan posicionarse en la discusión pública emiten falacias ad hominem (o dicho de manera elegante: «le pegan al mono y no a las ideas»)… ¡Aguas! Ahí, definitivamente, no es.
- Peor aún: si en vez de argumentos poderosos, racionales y basados en evidencia, a lo que se acude es a falacias ad populum o ad baculum para exponer alguna idea… ¡Aguas! Ahí tampoco es.
- Cuando la narrativa que se quiere posicionar está basada en una orquestación groseramente evidente me hace dudar de la pretensión de verdad que se le otorga a los argumentos. Pienso en ello (y me da pena ajena) cuando veo cómo algunos periodistas, intelectuales, tuiteros, payasos, y funcionarios públicos incurren en esta estrategia. No le cambian ni una coma a sus tuits y a sus encabezados. Mal ahí.
- Pasa igual cuando la estrategia para posicionarse en la discusión pública radica en silenciar aquello sobre lo que no se tienen argumentos, o acallar por cualquier medio toda información que beneficie al adversario. ¡A dudar se ha dicho!
- Por último, me surge un mar de recelos cuando las narrativas que se estructuran para posicionarse en la conversación pública alimentan una especie de «mitología nacional» basada en prejuicios u en odios añejos… Huy, vaya cosa.
En fin, nada de lo que digo aquí es nuevo. Seguramente ustedes, más avezadas y avezados que yo, captaron desde la primera línea la fuente de la que proviene esta información (y el guiño de ironía con el que este texto está escrito). De cualquier manera, se los dejo por aquí con la intención de señalar que, efectivamente, todo es lo que parece…
Ajá.