Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
Mi muy estimado Roger:
Te escribo con los ojos anegados. Ya sabrás. Recuerdo que te vi en diciembre de 2020. Coincidimos en un pasillo del CUCSH Los Belenes porque a ambos nos tocó firmar un acta del examen de titulación en el que participamos unos días antes. Era fin de año y andábamos en friega metidos en esos procesos. ¿Te acuerdas? Chocamos los codos a modo de saludo. Debí haberte abrazado. «Te veo delgado, Doc», te dije preocupado. «¿Estás haciendo ejercicio?». Entonces me contaste que habías tenido algunos problemas de salud, pero que ya estabas mucho mejor. Hacía mucho que no nos veíamos «en vivo». Creo que desde que estuvimos en Autlán en aquel panel sobre juventud y violencia, unos meses antes de la pandemia. Me preguntaste si seguía corriendo. Te dije que casi todos los días, que de hecho estaba preparando un próximo medio maratón. Bromeamos con que iríamos a correr juntos a Los Colomos. Nos quejamos de algunas cosas de la burocracia. Charlamos de los capítulos que estábamos escribiendo para una obra colectiva. Acordamos fechas y tiempos. Luego nos despedimos.
Esa fue la última vez que te vi con vida.
Definitivamente debí haberte abrazado.
Días después, el Dr. Ricardo Fletes (otro de mis sensei, a quien por cierto tú me presentaste) me avisó que estabas en el hospital porque te habían intervenido quirúrgicamente. Enseguida te envié el siguiente mensaje: «Saludos, Dr. Me acaba de avisar el Fletes que andas delicado de salud. Por favor, ponte bien. Habemos un chingo de gente a la que nos haces falta. Te tengo en mis piensos y te mando un abrazo grande. Ánimo, aquí andamos». En mi teléfono el mensaje me aparece como no leído. No supe si lo viste, o no. Ojalá que sí.
Durante estos meses Fletes me mantuvo al tanto de tu estado de salud. Él te visitaba constantemente y me pasaba el parte médico. Yo calculé que me iba a quebrar frente a ti y no me atreví a ir. Los hospitales no son lo mío. Menos ése en el que estabas. Hace algunos años ahí me pasé unos días negros yo también, internado luego de una operación de emergencia. En fin, en este tiempo Ricardo y yo nos alegramos y esperanzamos con tus avances; y nos entristecimos profundamente con los retrocesos en esta lucha que sostuviste. Porque luchaste bravo y duro, como en todo en tu vida. Me consta. Y así eras tema constante de conversación entre nosotros y entre otros amigos que nos preocupábamos por tu salud. Hasta el jueves, en que recibí el mensaje que no quería recibir, en el que Ricardo me avisaba que, finalmente, habías partido. Paf. Antes estabas. Ahora ya no. Lloré, Roger. Me senté en la escalera de mi casa y lloré. Me dio un golpazo ese mensaje. Ése día tenía clase vespertina y no pude impartirla. ¿Te imaginas, Doc? ¡Yo, el r-Igor —como me decías— falté a mi clase! Vaya que me pegó duro la noticia.
¿Sabes cuál fue el primer recuerdo que me vino a la memoria luego de leer el mensaje que anunciaba tu partida? Fue la imagen de tu cuaderno profesional cuadriculado, en el que —en dos columnas— tenías anotados los apuntes de la clase de marxismo que nos impartías en el doctorado. Vaya privilegio tenerte como profesor. Vaya privilegio todavía mayor el que aceptaras dirigir mi tesis en aquel entonces. No tienes idea de la cantidad de cosas que te he aprendido desde el 2003 y hasta hoy. Luego, al recuerdo de esa libreta azul le vinieron otros: las charlas interminables sobre teoría social en Los Campesinos —cerveza y botana incluidas—, los viernes por la noche en los que después de alguna conferencia había raicilla y tortas ahogadas allá en El Colegio, los bailongos en mi departamentito, que era el centro de reunión del Club de la Araña Capulina, los textos que me regresabas plagados de anotaciones en rojo luego de revisarlos, el respeto irrestricto a mis ideas por más locas que te parecieran, el impulso a perseguir esa idea en particular aunque implicara una fuerte crítica a tu propio trabajo, tu sonrisa el día en que puse sobre tu escritorio las casi mil cuartillas de la versión final de mi tesis… Y en cada uno de esos recuerdos lo que más se destaca es tu generosidad y tu cariño. Siempre fuiste así conmigo: entregado, abierto, transparente.
Ay, Roger. Pinche tiempo. Pinche ausencia. La primera vez que platicamos fue a principios del 2003 en la mesita del patio central de El Colegio, entre árboles de aguacate y cientos de flores y plantas. Vaya jardín había allí. Invitaba a trabajar. Esos eran los buenos tiempos. Bebíamos el café malísimo —pero gratuito— que alguien preparaba y vertía en una hielera anaranjada para el consumo de la comunidad. Ahí te expuse en qué consistía mi proyecto y ahí mismo aceptaste dirigirlo. Entonces abrimos un círculo que, tú lo dijiste, cerramos la mañana en que presentaste mi libro, siendo yo ya un profesor investigador en el CUCSH. Luego —y entretanto— abrimos muchos círculos más. Qué buen periplo nos aventamos, Roger. Entre aquel día y éste hicimos miles de cosas y participamos juntos en cientos de eventos. De todo esto, me quedo con múltiples satisfacciones y con la certeza de tu amistad; y también con la espinita de que aunque nos lo prometimos siempre, nunca concretamos la escritura conjunta de un artículo. Nos lo debemos, querido.
Insisto: debí haberte abrazado aquella última vez.
Te cuento que el viernes sí estuve en condiciones de impartir mi clase. Tenía el ánimo un poco menos chueco. Tuve una buena sesión. La terminé y me despedí de las alumnas y los alumnos diciendo que iba a ir al funeral de uno de mis mejores amigos. No lo pensé hasta que me escuché decirlo. Entonces la ausencia me golpeó de nuevo. Qué loza tan pesada. Cerré el Zoom (porque clases virtuales y todo) y lloré. Lloré otra vez, Roger: nuestra casa de estudios había perdido a uno de sus investigadores más ilustres y eso de suyo es terrible. Yo además tuve una pérdida doblemente dolorosa: se me fue uno de mis sensei y uno de mis más entrañables amigos. Puf. Ya no estabas ahí. Antes sí; ahora ya no. Fui a la capilla en la que te velaban y vi tu cajón —la lancha de madera para el último viaje, dice Fletes—. El resto de mis recuerdos de ese día son un tanto nebulosos, atenuados. Esas despedidas no se me dan. Me quiebro. Han pasado algunos días ya. Y entre todo esto me consuela saber que cada vez que tuve la oportunidad te hice saber lo mucho que te admiro y lo mucho que significas en mi vida —personal y académica—. Quizá esta carta sea, más que una despedida, una breve constatación de todo lo anterior y la reafirmación de lo importante que eres para mí. Quizá sea, más bien, un modo de mostrarte mi profundo agradecimiento. Así que con lo me quedo es con tu generosidad y tus enseñanzas. Las académicas y las de vida. Las llevo y te llevo conmigo. Me orientas en este camino que es todo menos fácil.
Hasta siempre, entrañable amigo.
Hasta siempre.