Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
Tengo sentimientos encontrados. Me explico. Desde que comenzó la cuarentena y las medidas encaminadas a mitigar el riesgo pandémico —allá por el lejanísimo marzo de 2020— una de las pocas cosas que realmente he extrañado ha sido estar frente a grupo en las aulas. Desde luego, también echo de menos ir al cine o sentarme a leer en algún café. Pero sobre eso hablaré en algún otro momento.
Por ahora, puedo decir que como muchos y muchas de mis colegas, yo también he tenido que modificar mi práctica docente para adecuarla a este entorno tan desafiante. Incluso monté un canal de YouTube que me permitiera experimentar con la lógica del “aula invertida” y las reuniones asíncronas. Me metí de lleno a Zoom, Webex, Meet y Classroom. Tuve que aprender nuevos lenguajes y nuevas racionalidades.
Aunque debo confesar que la parte técnica no me fue tan complicada. Esto es así porque desde hace mucho tiempo he procurado incorporar la variable tecno-digital al proceso de enseñanza-aprendizaje. Lo que verdaderamente me ha costado es el menoscabo de la dimensión socioafectiva involucrada en la docencia. Vaya que me ha resultado complejo que la interacción con las y los estudiantes esté mediada por una pantalla. «No se escucha bien, profe». »Se congeló la pantalla». «No sirve mi audio». La forma interfiere drásticamente con el fondo. En fin, no he logrado hacerme cargo de esa distancia, de esa gélida mediación. ¿Por qué? Porque desde mi perspectiva, el tipo de saberes que se construyen en este entorno no tienen la misma «magia» —no sé de qué otra manera nombrarlo— que aquellos que acontecen en el aula. Lo digital se me presenta como mecánico y tiende a domesticar las posibilidades de la serendipia.
En cambio, la presencialidad es orgánica y fomenta la creatividad, el pensamiento lateral. Entre más lo pienso, la docencia digital me resulta como la música de elevador, mientras que la docencia presencial es más cercana al concierto de Charlie Parker y Dizzy Gillespie en Nueva York, donde John Lewis estuvo al piano, John Harris en la batería y Al McKibbon toca el bajo. Vaya obra maestra. A primera vista -o mejor dicho, a primera oída- ambos géneros pueden parecer equiparables. Pero les separa un abismo.
¿Se alcanza a ver por qué para mí es fundamental el regreso a la escuela con cierto nivel de presencialidad? Espero que sí. El caso es que el sábado pasado me aplicaron la vacuna y, con ello, la posibilidad de que volvamos a encontrarnos en las aulas es cada vez mayor. Debería estar feliz. ¿Cierto? Pero como dije al principio, tengo sentimientos encontrados. Todo este tiempo había pensado en lo que para mí representa este regreso. Sin embargo, no ocurre igual para todo el mundo.
Durante las últimas dos semanas he conversado al respecto con mis alumnas y alumnos. Y de estas charlas infiero que el panorama para retornar a la escuela es sumamente complejo. Por ejemplo, hay varios estudiantes que tuvieron que incorporarse al campo de trabajo de manera apresurada y en lo que fuera para contribuir con el sostenimiento del hogar. Esto es así porque muchas familias perdieron sus empleos o, por lo menos, vieron disminuidos significativamente sus ingresos. A ellos y ellas les ha favorecido que el proceso de enseñanza-aprendizaje se haya trasladado al entorno digital, puesto que lo anterior les permite gestionar de manera más eficaz su tiempo y sus actividades. Un regreso inminente a la presencialidad les pondría ante un grave dilema.
Otro ejemplo: hay jóvenes que viven con sus abuelos o que tienen bajo su cuidado a otras personas (con condiciones de riesgo). Sus trayectos a los centros escolares implican hacer un uso intensivo del transporte público, lo cual no solo implica agregar a su día por lo menos un par de horas de traslados poco aprovechables. También los convierte en un vector de riesgo de contagio para quienes están a su cargo. Y en el horizonte inmediato no se ve una vacuna para el sector estudiantil. Un ejemplo más: no son pocos las y los estudiantes que perdieron su empleo durante esta pandemia y no cuentan con apoyos o recursos para sostener su proceso educativo. Para ellas y ellos, un regreso inminente les coloca ante la posibilidad, incluso, de abandonar sus estudios, lo cual es, por decir lo menos, el peor de los escenarios.
En fin, extraño las aulas. Me hace falta la interacción con las y los estudiantes. Añoro mi pintarrón y mis marcadores, y los dedos manchados de tinta, y las ideas a veces descabelladas, a veces geniales, que surgen durante el proceso áulico. De verdad que lo echo en falta. Pero también me queda cada vez más claro que se requiere elaborar —ya, con urgencia— un diagnóstico acerca de las condiciones en las que se encuentran las y los alumnos en función de un posible regreso al futuro. Ello con la intención de ponderar una estrategia adecuada que tome en cuenta las múltiples —y desafiantes— aristas que en esto se implican. Ojalá y las autoridades universitarias tengan en cuenta estos aspectos. Ahora bien, si considero como un indicador la impecable organización y el despliegue logístico implementado para la administración de la vacuna al personal universitario, entonces creo que estamos en buenas manos. Quiero creer que vamos a estar bien.
Ojalá.