Está crónica fue escrita y publicada en 2011 en un periódico que hoy ya no existe. Mario Marín Torres ya había entregado Puebla a Rafael Moreno Valle y empezaba a desaparecer de la vida política. Estaba todavía muy lejos el momento en que agentes de la Fiscalía General de la República lo llevaran ante un juez en condiciones muy diferentes a las que pasó la periodista Lydia Cacho cuando la llevaron de Cancún a Puebla para presentarla ante un juez
Por Mely Arellano y Ernesto Aroche / Lado B
Foto: Especial
PUEBLA.- Al llegar se siente la ausencia. No hay ruido ni gente. Tal como lo han contado los periodistas que han hecho pie en Nativitas Cuautempan, el pueblo en el que nació y creció el exgobernador Mario Marín: no hay más que polvo, viento y perros que no ladran en medio de una escenografía que exuda recursos públicos.
Nativitas Cuautempan no es Comala, pero estar ahí es meterse en un sueño de Rulfo con calles adoquinadas y en technicolor. Eso sí: Mario Marín no es Pedro Páramo. Y sin embargo, su figura y su pueblo, como los del personaje, también podrían estar desapareciendo.
No son más que unas cuantas cuadras y un puñado de casas, un quiosco rodeado de pequeños jardines y bancas vacías. A un lado, de frente a la Presidencia Auxiliar —con aspecto de abandono y fisuras internas—, una estatua deforme de Benito Juárez sustituye a otra que fue mutilada en una borrachera por el entonces secretario de Gobernación de Manuel Bartlett, por el hijo pródigo del pueblo que un día salió para gobernar el estado.
En el lado opuesto: el único hotel-motel del lugar que sobrevive gracias al regreso, cada periodo vacacional, de los que se fueron a buscar la vida en otros lados —no es gratuito que esa comunidad popoloca sea considerada por antropólogos “un pueblo de migrantes”—. Al fondo, la Casa del Abue que hace tiempo dejó de funcionar y cuya fachada evidencia el paso de las lluvias y el tiempo. Todavía en los postes de algunas calles cuelgan descoloridos pendones que invitan a votar por Javier López Zavala, el delfín político de Marín, el que cargó con el peso de la derrota.
Estando a tan sólo dos horas y media de la capital del estado lo único que no se ve, al menos a primera vista, es vida: Nativitas es un pueblo fantasma, erosionado por el tiempo y la necesidad de abandono para encontrar en otros lados lo que dejó de haber ahí: posibilidades.
Es lugar de origen de quien durante seis años fuera el hombre más poderoso de Puebla, el que manejó durante un sexenio el destino de todo el estado a pesar de la grabación que puso en picota pública su gobierno, el que intentó perpetuarse y transgredir la máxima que reza: “gobernador no pone gobernador”, y no, no lo puso. Ese lugar es hoy un pueblo que se diluye en las ausencias. Marín también.
La leyenda
“Acá los Marín ya no vuelven. Ya no vive ni uno”, dice don Roberto del otro lado del mostrador de la única tlapalería del pueblo. A un costado de su negocio se yergue la casa donde vivieron Crescencio Marín García y su esposa, Blandina Torres. O más bien lo que se mira ahora es “La Casa de los Abuelos”, la construcción original desapareció hace unos años, cuando a Marín “le empezó a ir bien”.
“Sí, cómo no, hay orgullo porque un gobernador salió del pueblo, imagínese si no. Al principio sí arregló las calles. Venía. Pero luego no hizo más. Nos abandonó”. El reproche no impide que después cuente la historia hecha leyenda a fuerza de repetirse: la del niño humilde, el que no tenía nada, al que un día se lo llevaron a la ciudad y allá vendió chicles o periódicos, o daba “bola”.
En el cómo y el por qué se fueron de Nativitas las versiones son varias. Y hasta pareciera que cada Marín tiene la suya, la preferida.
Por ahí de 1992, Crescencio le contaba al periódico El Jornalero que: “Entre 1957 y 1959 había hecho viajes hacia Estados Unidos, pero sólo por unos meses y volvía a regresar”. En ese inter encabezó el gobierno de la junta auxiliar del municipio mixteco de Coyotepec.
“Ya para 1960 las cosechas empezaban a fallar. Por aquel entonces se abrió la fábrica de coches (Volkswagen) en Puebla y mucha gente al verse con menos posibilidades en la agricultura decidió dejar el pueblo. Hubo en aquella época una gran emigración. A mi padre le preocupaba el futuro de mis hijos y a instancias de él salimos del pueblo a buscar mejores escuelas, educación para los seis hijos que ya teníamos: Julieta, Miguel, Alicia, Flocelo, Centolia y Mario”.
Julieta, la mayor de los hermanos Marín Torres, la exdiputada federal, lo contó diferente en junio del 2009. Se encontraba en plena campaña electoral, cuyo resultado le dio el carro completo al Partido Revolucionario Institucional (PRI), todavía controlado por los marinistas.
En su relato, contado en tercera persona al columnista Mario Alberto Mejía, afirma que ella fue la primera en salir de Nativitas y la responsable de arrastrar consigo al resto de la familia.
“El que Julieta tenga la oportunidad de estar ahí y tener una vida diferente… El dejar el petate, el dejar una cama, el dejar de comer puros frijoles y tomar café, y tomar ya alimentos como la leche, como una sopita calientita… El tener la oportunidad de estudiar. Ya dedicada al estudio, pienso que mis hermanos tienen derecho a esta vida. Tienen derecho a salir del pueblo. Es ahí donde viene el primer reto de Julieta: que los hermanos salgan del pueblo”.
De 886 mil a menos de 5 mil
En 2004, Mario Marín presumía los 886 mil 556 sufragios que le permitieron dormir los siguientes seis años en la habitación principal de Casa Puebla. Romana Herrera Espinosa fue una de las nativitenses que no dudó en depositar en la urna su boleta cruzada a favor del candidato tricolor que ella vio correr por las calles del pueblo.
En febrero de 2006, cuando la presión mediática y la opinión pública se volcaron contra su paisano por una grabación de audio en donde se escuchaba al textilero Kamel Nacif llamar a Marín “quiubo mi góber precioso”, ella pedía a los medios respeto para la familia, pues además del escándalo Cacho-Marín, el todavía gobernador enfrentó la muerte de su progenitora.
En marzo de 2009, Romana —o Martha, como se le conoce— ya ocupaba la Presidencia Auxiliar de Nativitas y aún mantenía una férrea defensa del mandatario. Hoy no lo perdona.
“Era nuestro dios, era nuestro ídolo… para que nos hiciera esto. Sí me duele y me dolerá siempre. Cuánto luchamos, cuánto estuvimos a sus pies”.
El reproche de la mujer de 60 años inicia acusando a los Marín —Mario y Enrique— de destruir los “acuerdos de nuestros antepasados”. Y es que en 1941, después de un ancestral pleito que ocasionó incluso muertos, se acordó dividir políticamente a la comunidad: la Primera Sección elegiría un presidente, y tres años después lo haría la Segunda sección. Así el poder sería siempre equitativo entre las partes.
La costumbre se respetó hasta el 2008, cuando Enrique Marín —operador político de su hermano Mario en esa zona, y entonces diputado local— promovió la participación de la totalidad de los habitantes porque de otro modo, a decir de la mujer, su candidato, José Olguín, no ganaba. Y aún así no ganó porque “la gente estaba indignada”.
Como resultado de la derrota, los Marín se olvidaron de Nativitas.
Don Roberto saca de la libreta donde apunta las ventas del día una foto de Nativitas antes de que su paisano fuera gobernador. La diferencia es evidente: las calles de tierra ahora son de adoquín y las casas de adobe se convirtieron en coloridas fachadas. Durante sus primeros meses como gobernador se construyó la carretera San Juan Ixcaquixtla-Nativitas Cuautempan, pero nunca se proyectaron fuentes de empleo.
Aún sabiendo que no tenía su apoyo, Doña Martha buscó a Mario Marín hasta el cansancio. Un año y medio después, por junio del 2009, fue recibida en Casa Puebla: “N’ombre, cuando al fin nos recibió era una alegría. Parece que estábamos flotando. Nos enseñó todo, es enooorme… Hay una paz y una tranquilidad”.
Pero luego recuerda el desdén y las promesas rotas. Mira hacia abajo, suspira y prosigue su queja alegando que se trató de un gobierno “de puertas cerradas”, que él olvidó “cuando íbamos juntos a la leva (cazar chapulines)” y remata: “es que se le subieron los humos. Que me perdone, pero a Mario Marín le ganó la ambición”.
Quizás por ello, en julio del año pasado sus paisanos se volcaron a favor del panista Rafael Moreno Valle que le arrebató el poder al PRI en las urnas y que desde mañana será gobernador.
Seis años después, de los 886 mil apoyos que presumió, a Marín no le quedaron ni cinco mil para que, al menos, ocuparan el sillerío colocado en el Centro Expositor y escucharan el último informe de su sexenio.
Esta es mi muerte
Si uno se para frente a la Iglesia, el campo de visión se extiende hasta el lote del lado derecho, donde hay una barda pintada con propaganda política a favor de Zavala, una cancha de basquetbol y dos o tres juegos infantiles abandonados y rotos. Con tiempo y paciencia verá de pronto pasar a alguien o escuchará el motor de un auto. Quizás, a lo lejos, percibirá una sombra entrar velozmente a una casa. De más lejos todavía llegarán las notas indescifrables de una canción. Si tiene de 15 o 20 minutos podrá recorrer a pie prácticamente todo el pueblo. En una de sus orillas está el panteón. Ahí, en medio de tumbas sin nombre, de simples montículos de tierra, se yergue el altar mortuorio de Blandina, la mujer que heredó al estado un gobernador y dos diputados; a cambio, su nombre se inscribió en escuelas y hospitales.
Un panteón que, pese a estar casi sin capacidad para más difuntos, tal vez no llegue a extenderse hasta el terreno colindante donado por el gobierno estatal, pues la población de esta junta auxiliar del municipio de Coyotepec ha disminuido a lo largo de los años.
En 1954 “el pueblo estaba completo, había unas 400 familias y Nativitas era la gran cosa”, cuenta el padre del gobernador. En 2005, el Inegi reportaba una población de 425 personas, el 40 por ciento personas mayores de 60 años y apenas un 20 por ciento de entre 0 y 19 años de edad. Para 2009, según reportes periodísticos, eran sólo 260.
Todavía hace un par de años funcionaba la telesecundaria “Fray Gregorio de Gante”. Hoy ya no hay alumnos que llenen sus aulas.
No oyes ladrar los perros
Nativitas, hay que decirlo, no figuró en el mapa político poblano sino hasta 1999, cuando Marín fue presidente municipal de la capital. Su poderosa figura y la leyenda alrededor empezó a tomar fuerza apenas un año antes: en 1998. Incluso en 1996, el llamado “góber precioso” no era tema de los cabezales periodísticos.
Su origen humilde lo llevó a ser comparado con Benito Juárez, con quien además siempre se le encontró parecido físico. Más de un columnista recuerda la anécdota que Mario Alberto Mejía contó a finales de 1996: un joven Mario Marín visita Nativitas y se pasa de copas, la parranda concluye rompiendo la escultura del Benemérito de las Américas que se encontraba a un lado del quiosco. La que luce hoy en el mismo lugar fue donada por él, después del incidente. Cuentan que durante años el Benito mutilado permaneció en el único salón social del pueblo, junto a la Casa del Abue, donde se realizan las asambleas.
Su llegada al gobierno estuvo acompañada de predicciones exitosas y en su horizonte se dibujaba una carrera política larga y ascendente. Hoy, nadie se arriesga a predecir su incierto futuro.
En abril próximo habrá elecciones. Aún no hay candidatos, pero en los comicios estatales Rafael Moreno Valle y su megacoalición (PAN-PRD-Panal-Convergencia) le arrebataron el triunfo al PRI. La señora Martha vaticina un resultado muy parecido. En cuestión de días comenzará a despegar las fotos de la Presidencia Auxiliar, que pese a su rencor, mantuvo durante el sexenio. La figura del famoso nativitense se irá desdibujando junto con la de su familia. Sus ires y venires se convertirán en recuerdo. Allá lejos quedarán también los nombres de Nativitas y los once hijos de Crescencio y Blandina.
O no.
O quizás, como en una historia de Rulfo, en Nativitas otra vez se escuche ladrar a los perros.
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Esta crónica fue realizada por el equipo de LADO B. La reproducimos como parte de la alianza de medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.