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Estos tres relatos son las historias de tres mujeres que bajo condiciones distintas viajan expuestas ante el contagio del virus que aqueja a la humanidad; son vulnerables ante las prácticas de acoso sexual por parte de los hombres; y carecen de una ley que valore y regule su trabajo.
Por Isabel Briseño / Pie de Página
«Acérquense, acérquense, se les va a dar una información importante», se escucha una voz femenina con acento del norte del país. “Miren, ahorita por el tema del covid está bien difícil, les pedimos que si tienen dos o más síntomas, nos avisan. Les pedimos conciencia para cuidarnos entre todos. Los autobuses se desinfectan y antes de subirse deben ponerse gel antibacterial y el cubreboca. También les pedimos que eviten comer en lugares muy conglomerados. Aquí les van a tomar la temperatura, les harán la prueba de glucosa, y eso es para tener identificadas a las personas vulnerables, si es que se enferman de covid durante el camino o mientras estén allá.
“Llegando allá se les dará un catre, su cobija, un tanque de gas lleno. Cuando se les acabe ustedes lo pagan. De regreso también se les pone el camión; eso sí, siempre y cuando terminen el contrato de seis meses. Si no, ustedes buscan la forma de regresar. Los domingos salen de trabajar a las 11 de la mañana y no hay guardería, si trabajan por tarea no hay descanso. Traten de bajar del autobús lo menos que puedan y mantengan el baño limpio para que no se apeste todo el camión, son muchas horas de camino y es muy incómodo viajar con el camión apestando. ¿Están convencidos o no? ¿Tienen alguna duda?”.
Se escucha un silencio largo, nadie pregunta nada. “Bueno, a ver cómo nos va mañana”, finaliza Lupita, la trabajadora social que viene de Sinaloa y quien llevará a las más 600 personas que viajan en uno de los 15 autobuses. Un peregrinar desde la montaña de Guerrero hacia los estados del norte del país; migrantes que durante esta pandemia siguen arriesgando su vida para ir a trabajar hacia los diferentes campos agrícolas, algunos huyendo de la pobreza, otras más en búsqueda de sueños.
Lucero
Desde Agua Tordillo municipio de Acatepec, Guerrero, hacia Tlapa de Comonfort se hacen 6 horas de camino. Solo hay una pasajera que sale a las 3 de la mañana y fue la que Lucero abordó para llegar a su primer destino, Tlapa de Comonfort. El siguiente transporte que debe tomar es un autobús que no sale sino hasta dentro de un día, así que le toca pasar una noche fría en los pisos dentro de la casa del jornalero agrícola, donde cientos de hombres, mujeres, niñas y niños esperan también para irse a trabajar.
Lucero tiene 18 años y viaja sola, es tímida, habla poco y quedito. Es la primera vez que sale de su pueblo tan lejos. Recién concluyó su bachillerato en Potoichán municipio de Copanatoyac, también tuvo que dejar su pueblo para que pudiera estudiar el nivel medio superior; su familia debía pagar una cooperación de 200 pesos mensuales y 600 pesos más en la casa del estudiante, una casa tipo internado donde vivía mientras estudiaba; 800 pesos pagaba mensualmente la familia Alfonso Prisciliano, un gran esfuerzo que solventaron vendiendo calabaza y jitomate que siembra el señor Alfonso para que una, de sus cuatro hijas, tuviera acceso a la educación “gratuita”. «Nos cayó bien la pandemia porque ya no tuve que ir a la escuela y mi familia ya no tuvo que pagar por el internado; terminé mi bachillerato en línea y nos ahorramos dinero», cuenta Lucero.
Por falta de recursos y pese a sus deseos, la joven Lucero no pudo inscribirse este año a la universidad. Ya no puede seguir apoyándola su papá, pues debe alimentar a sus dos hijas menores y a su esposa. Por eso viajará más de 20 horas junto a personas desconocidas que, como Lucero, buscan oportunidades que no encuentran en sus pueblos. En la mayoría de las comunidades de Guerrero, no hay acceso ni a educación ni a trabajo, motivo por el que se ven obligados a migrar en busca de progreso.
En sus ojos se nota la incertidumbre. No sabe a lo que va, no sabe que encontrará, no sabe cómo será la vida allá, no sabe lo pesado que será el viaje para llegar hasta el estado de Sinaloa. En dos bultos que carga, lleva todas las fuerzas que reunió de la desigualdad y las carencias que hay en su comunidad natal y en su familia, las mismas que la llevaron a buscar en un Estado ajeno, en el que si resiste, se convertirá durante los próximos seis meses en su hogar, el lugar que le vendieron como un centro digno de empleo.
Lleva papeles como la credencial de elector y el CURP para comprobar que es mayor de edad. Es la única mujer en el grupo que va al campo Caimanes en el estado de Sinaloa. Le dijeron que tendrá cobija, un catre para ella sola, un cuarto que compartirá exclusivamente con más mujeres, un tanque de gas, prestaciones de ley y un pago de 140 pesos al día. Lleva lo que le recomendaron: una cobija, una gorra, sudadera, y lo que ella cree que es necesario para viajar hasta los campos y permanecer ahí durante medio año de su vida. Cuenta que se enteró del trabajo por internet, y que contactó al señor que la llevaría hasta el campo. Algunos van por las personas hasta sus pueblos, por ella no fue nadie.
Recuerda que su papá fue una sola vez hace muchos años a los campos y que no aguantó, se regresó porque era una vida muy triste y que los trataban muy mal; no les pagaban lo que les ofrecieron y los regañaban constantemente. Además de que vivía en condiciones insalubres y todos amontonados, es por eso que el papá de Lucero se regresó y ya nunca volvió a los campos. Lucero dice que su papá le dijo que no se fuera y ella admite que sí tiene miedo; pero son más grandes sus ganas de seguir estudiando y sabe que la única forma de lograrlo es trabajar como jornalera durante seis meses y ahorrar todo lo que le paguen para entrar a la universidad en el siguiente ciclo escolar.
El sueño de Lucero es estudiar Lengua en la Universidad de la Ciénega porque quiere regresar a su pueblo y dar clases a los niños que como ella, no tienen dinero para seguir estudiando.
Hace dos semanas Lucero contó para Pie de Página que quería regresar. No le pagaron lo que le prometieron diciéndole que hace mal el trabajo y no se siente segura, estando allá.
Silvia
Tiene 32 años y tres hijos. En esta ocasión solo viaja con la pequeña Mariana de nueve años, su hija menor. La mayor estudia en una escuela en Valle de Chalco y su hijo se quedó con sus abuelos. Cuenta que la primera vez que viajó a los campos ya llevaba a Mariana en brazos, tenía 6 meses de edad. Hace casi 9 años que viajaba, se encargaba de labores comunales en su pueblo.
Recuerda que en aquella primera ocasión, viajó acompañada también del que era su esposo pero que fue muy feo ese viaje. Él la celaba por todo y se peleaban constantemente, cuenta que el campo al que llegaron por vez primera sí era parecido a lo que les habían prometido, estaban separados como familia, tenían su catre y sus cobijas, les prestaban el famoso tanque de gas y estaban bien, pero debido a los celos y a los pleitos que tenían como pareja, los corrieron del trabajo por lo que tuvieron que irse en medio de la noche a buscar otro campo. «Estaba muy feo, fue muy triste el tiempo que estuve ahí, había chinches, piojos, todos dormían amontonados y no se vivía bien», recuerda Silvia.
Silvia decidió dejar a su esposo y regresar de nuevo a su pueblo San José Vista Hermosa, municipio de Iliatenco con su pequeñita en el rebozo. Todos estos años ha vivido en la casa de sus padres, dice que de sus cuatro hermanos, es la única que no tiene casa propia, y que eso le pasó por atenerse al marido, por creer que le iba a construir una casa.
El anhelo de Silvia es construir una casita. Dice que su papá es alcohólico, como también lo era su exmarido, y que cada que su padre bebe, ella recuerda muchas cosas de su vida de casada y por no tener trabajo para construir un cuarto tiene que aguantarse a seguir ahí en casa de sus padres.
Silvia lleva una bolsa bien grande y pesada con ropa de ambas. Ella está segura que vivirá durante medio año lejos de su comunidad. Todos estos años guardó en esa bolsa la fuerza que necesita para trabajar dignamente y construirse ella misma esa casita que un hombre no le construyó, cómo pensaba que sería. Mariana carga también con su mundo, unos pocos juguetes.
Silvia, contó recientemente a Pie de Página, que mandó por su hijo porque no lo estaban tratando bien en casa de sus padres. Está decidida en quedarse un año completo. «Lo único que no me gusta es que un señor me molesta, ya hablé con la «Lupita», la trabajadora social, y dijo que iba a hablar con él pero yo lo que quiero es que me deje de molestar», de ahí en fuera todo bien, concluyó.
Nicolasa
Nicolasa es de Ayotzinapa, comunidad que queda aproximadamente a una hora de Tlapa. En el rebozo carga al pequeño Raúl, su primer hijo de seis meses de edad. A su lado está Juan que es su esposo y tiene 18 años.
Platican que llevan unos tres o cuatro años yendo a los campos de Sonora a trabajar, ellos ya se conocían desde su pueblo pero se hicieron novios en el campo donde ambos buscaban lo mismo, salir de la pobreza del pueblo.
Cargan un costal grande, otro más con totopos y hasta su pantalla, ya saben como es la vida allá y saben que pasarán medio año de su vida en otro lugar que deben sentir como su propia casa; de Ayotzinapa van varias familias, ya se conocen, dicen que prácticamente el pueblo se queda vacío, de toda la gente que migra a los campos en estas fechas. También han conocido a personas de otros estados como Oaxaca, Michoacán y Sinaloa.
Ellos ya formaron una familia y ahora quieren formar un hogar para su pequeñito, su ilusión es juntar sus pagos hasta reunir lo necesario para construir una casa de tabique porque quieren darle hermanitos a Raúl.
El perfil jornalero
Abel Barrera, Director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña de Guerrero, Tlachinollan, informó recientemente sobre el inicio de la temporada alta de migración de jornaleros y comentó que la mano de obra agrícola en Guerrero se compone en su mayoría de campesinos de las regiones más pobres y marginadas del Estado.
De febrero a octubre se registró un conteo de 5927 mujeres jornaleras. 70% de la población que migra tiene educación básica incompleta, ese es el perfil del jornalero, aseguró. El problema está, dice el director, en que sus derechos no están protegidos y las prestaciones sociales no están garantizadas. El panorama es desolador para esta población vulnerable y como el sector de los trabajadores esenciales población que sigue siendo discriminada, explotada y en alto riesgo de contagio por COVID-19, pues ya han habido casos de contagios, muertes y las empresas siguen sin hacerse responsables de tomar las medidas preventivas para garantizar el cuidado, apoyo, atención, respeto y la protección a su vida y su salud.
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Este texto se publicó originalmente en Pie de Página: