#HastaEncontrarles
Los hijos e hijas de víctimas de desaparición cargan pesados secretos. S
us familiares optan por ocultarles la verdad para protegerles del sufrimiento y se olvidan de atenderlos porque están dedicados a buscar a los parientes desaparecidos Con el acompañamiento psicosocial, un grupo de infantes de Chihuahua transitó del estigma social y el silencio a la fortaleza de la verdad.
Por Patricia Mayorga* / A dónde van los desaparecidos
Ilustración: La Lechuga Ilustradora
Escucha el podcast largo de esta historia. 26:18
Anáhuac es un pequeño pueblo al occidente del norteño estado de Chihuahua que tuvo un gran auge industrial hasta finales del siglo XX. Hoy es un campo de batalla más de los grupos que disputan el trasiego de droga en el país. El primer tramo del tren Chepe, que va de la Sierra Tarahumara a Los Mochis, Sinaloa, pasa por aquí.
Una tarde de junio pasado, el silbato del tren anunciaba la caída del día. Un cielo rojo resplandecía frente a una casa de construcción sencilla, con un solo piso y patio, que se distingue por el color azul de su fachada. Es la casa de Alejandro, quien nos recibió con su abuela Emma Veleta y su padrastro Albino Cruz, en una improvisada sala en el patio.
Hace nueve años, el 19 de junio de 2011, en esa misma casa, la familia celebraba el Día del Padre. Alrededor de las 6 de la tarde, policías federales y municipales armados irrumpieron en la fiesta. Se llevaron, esposados, a ocho hombres de la familia.
Alejandro tenía 9 años. Él narra las escenas de aquel día como si acabaran de suceder: “Recuerdo que estaba aquí parado, en la banqueta. Miré que llegaron unas camionetas y me quedé en shock, me asusté. Salí corriendo como a cinco minutos de la otra casa de donde vivía. Con mi mamá llegué y le dije, pues yo asustado en el momento, le dije que habían matado a mi abuelo y a mis tíos”.
Su abuela, Emma Veleta, vio cómo amenazaron y arrastraron a su esposo Toribio Muñoz González; a sus cuatro hijos, tíos de Alejandro: Jaime, Guadalupe, Óscar y Hugo Muñoz Veleta; a su sobrino Luis Romo; a su yerno, Nemesio Solís González y a su nieto, hermano de Alejandro, Óscar.
“Haga de cuenta aquí reunidos, aquí en este pedazo estaban todos mis hijos. Mi esposo ya estaba acostado, y mis hijos aquí jugando cuando nos rodearon la sección aquí. ¡Ay Dios mío de mi vida! A los niños les dieron la salida por aquel lado. De aquel lado los sacaron a las dos nietecitas, a este que van a entrevistar ahorita y a otro nietecito que estaban aquí con nosotros”, rememora la abuela de tez morena y curtida, de mirada triste y profunda, Emma Veleta.
Una tarde de junio pasado, el silbato del tren anunciaba la caída del día. Un cielo rojo resplandecía frente a una casa de construcción sencilla, con un solo piso y patio, que se distingue por el color azul de su fachada. Es la casa de Alejandro Muñoz Veleta, quien nos recibió con su abuela Emma Veleta y su padrastro Albino Cruz, en una improvisada sala en el patio.
Hace nueve años, el 19 de junio de 2011, en esa misma casa, la familia celebraba el Día del Padre. Alrededor de las 6 de la tarde, policías federales y municipales armados irrumpieron en la fiesta. Se llevaron, esposados, a ocho hombres de la familia.
Alejandro Muñoz tenía 9 años. Él narra las escenas de aquel día como si acabaran de suceder:
“Recuerdo que estaba aquí parado, en la banqueta. Miré que llegaron unas camionetas y me quedé en shock, me asusté. Salí corriendo como a cinco minutos de la otra casa de donde vivía. Con mi mamá llegué y le dije, pues yo asustado en el momento, le dije que habían matado a mi abuelo y a mis tíos”.
Su abuela, Emma Veleta, vio cómo amenazaron y arrastraron a su esposo Toribio Muñoz González; a sus cuatro hijos, tíos de Alejandro: Jaime, Guadalupe, Óscar y Hugo Muñoz Veleta; a su sobrino Luis Romo; a su yerno, Nemesio Solís González y a su nieto, hermano de Alejandro, Óscar Cruz.
“Haga de cuenta aquí reunidos, aquí en este pedazo estaban todos mis hijos. Mi esposo ya estaba acostado, y mis hijos aquí jugando cuando nos rodearon la sección aquí. ¡Ay Dios mío de mi vida! A los niños les dieron la salida por aquel lado. De aquel lado los sacaron a las dos nietecitas, a este que van a entrevistar ahorita y a otro nietecito que estaban aquí con nosotros”, rememora la abuela de tez morena y curtida, de mirada triste y profunda, Emma Veleta.
Casa de la familia Muñoz Veleta, en Anáhuac Foto: Familia Muñoz
“Mi mamá salió corriendo pa’cá. Y ya, nos dejó con una amiga de ella (…) la amiga de mi mamá nos llevó a su casa y ahí pasamos la noche todos los demás. Nos llevaron pa’allá después de todo lo que pasó”, recuerda Alejandro, en este momento un joven de 18 años.
Aquella noche, fue la primera que él y su hermano Eduardo durmieron fuera de casa. Los adultos estaban volcados en encontrar a los detenidos.
Los primeros meses, Alejandro se negaba a salir a la calle por temor a que lo robaran. Las pesadillas eran constantes y su cama amanecía mojada. Extrañaba a su hermano y a su abuelo, a quien amaba como a un papá.
“Fue durante tres meses andar navegando, casa por casa, durmiendo, batallando con los hijos que estaban chiquillos (…) Estaban chiquillos ellos, ya nada más veían la hora del atardecer y ¡vámonos!, no querían estar en la casa. Tenían mucho miedo”, detalla Albino Cruz, padrastro de Alejandro.
Alejandro cuenta la crueldad de sus compañeros de salón que, sin conocer su historia, hacían burla: “Me hacían bullying, que no tenía papá. Seguí hasta que terminé la secundaria, ya no quise ir. Quisiera terminar la prepa abierta, salir adelante”.
En la colonia donde viven, también los vecinos los evitaban, refiere Albino:
“Nosotros teníamos una tiendita ahí en la casa, así un tanichito y que le decían: ‘no vayan a esa tiendita, ahí matan’. Y sí, la gente le rodeaba y se iba a otra que está más allá.”
Sacerdote Camilo Daniel con Alejandro y su familia, en la catedral de Cuauhtémoc en 2013, mientras denuncian la desaparición de sus familiares. Foto: Patricia Mayorga
BUSCANDO APOYO PARA ENCONTRAR JUSTICIA
Entre los recuerdos infantiles aparecieron primero las camionetas en las que llegaron los hombres uniformados, las armas, seguidos de rostros tristes y sangre que plasmaron con colores cargados como sus emociones.
Alejandro, que era apenas un niño, recuerda las reservas que tuvo ante la terapia:
“Al principio tenía mucho temor, luego se me fue quitando (…) Nos ponían ahí como un pizarrón, (nos preguntaban) cómo pasaron los hechos, platicábamos con la psicóloga, nos hablaba, nos daba consejos de cómo seguir adelante, con pláticas”.
Andrea Cárdenas estaba encargada del área de psicología infantil y apoyada del equipo, guió a los pequeños para comprender el violento entorno en el que viven y crear condiciones para entender lo que implica la desaparición, la ausencia de sus seres queridos y las reacciones de las autoridades y de la sociedad a esta problemática.
“De pronto, se llevan a todos los hombres de la familia, porque estamos en una estructura patriarcal. ¿Qué representa que ya no va a haber ingresos? Por el contexto en que están, pues son las personas que protegen o que dan entidad a la familia, como hombres”.
Esos eran algunos cuestionamientos que trabajaron, como detalla la psicóloga.
El proceso de atención de los Muñoz Veleta ha sido largo.
“Los hemos acompañado todos estos años porque mientras ellas y ellos no sepan el paradero de sus hijos, no sepan la verdad, hemos aprendido que la justicia no es tan importante. Es la verdad: dónde están sus hijos e hijas, qué hicieron, eso creo que para ellos sería en un momento dado, reparador”, dice Rossina Uranga.
En 2012, cuando Alejandro y su familia avanzaban en su proceso, que los llevaba del diálogo a la acción, en una sesión de terapia surgió la idea de pintar un mural.
El mural está en una pared del Cedehm y muestra tres episodios. En el primero aparecen los ocho hombres de la familia, rodeados por policías apuntándoles con armas largas, y una patrulla al lado. Al fondo está la casa azul de la abuela Emma. En medio, un corazón roto y ensangrentado. Caras infantiles en llanto.
En el segundo episodio plasmaron una paloma blanca con las alas extendidas. Al fondo, la fachada del Cedehm.
En el tercero aparecen en fila los hombres desaparecidos que regresan. El abuelo Toribio, Óscar, el hermano de Alejandro y sus tíos están llegando a casa con otras personas desaparecidas. Les esperan con las manos extendidas. El fondo es un paisaje de campo, como el que rodea a la colonia Anáhuac, con casas, ganado y niños jugando.
Vania tenía sospechas desde antes.
“Mi abuela tenía una mercería, normalmente íbamos ahí en las tardes con ella (…) llegó un señor con una foto de mi mamá y le preguntó: ‘¿es tu hija la desaparecida?’ (…) Desde ahí supe que algo no andaba bien. Cuando lo confirmé fue ese día que nos sacaron de la primaria. Mi abuela estaba como nerviosa, muy tensa. Yo tenía como 9 años, creo. Rossina fue la que nos contó todo (…) Y me acuerdo que apreté la mano de Dana y no sé, algo que me hizo llorar, así de repente”.
La voz se le atasca.
En las terapias expresaron y compartieron sus dudas y emociones. Supieron que no son las únicas a las que una desaparición les ha hecho sufrir. La carga del secreto se desvaneció y entendieron que se trata de un problema generalizado. Junto con el dolor vino un cierto alivio.
“Siento que en algún momento hay que vaciar el costal para meter nuevas emociones y pues sí, siento que a veces es bueno hablar de eso porque es muy cansado cargar con todos esos sentimientos, no sé, de tristeza -comparte Vania-. Y pues sí, no me gusta hablar de eso, pero sí siento que cuando lo necesito, lo suelto”.
Rossina Uranga dice que para las hermanas conocer la verdad marcó un antes y un después en sus vidas. “(Fue) un proceso liberador a partir de que se revela el proceso. Ellas vivían esta situación de tener un zíper, como ‘está prohibido hablar de esto que sospechamos ’, ‘imaginamos qué puede estar pasando con mi mamá, pero tenemos claro que no podemos hablar’. Cada vez era más insostenible para ellas tener que aguantar esa ley del secreto. Fue doloroso para ellas, pero, finalmente ya lo intuían”.
Ahora acompañan a Lourdes, su abuela, en protestas públicas donde piden justicia. Lo mismo ha ocurrido con Kevin que ha tenido la valentía de tomar el micrófono para hablar de su caso. El método psicosocial ayuda a reconocer las fortalezas individuales y grupales para mantener la exigencia de justicia.
Ruth Fiero, directora del Cedehm, Lucy Hernández (tía de Pamela Portillo), Vania, Dana y Luly Hernández (mamá de Pamela) el 25 de julio de 2020 Foto: Claudia Herrera
Las hermanas también tejieron redes de resistencia con Keylyn, a quien le arrebataron a su padre Javier Álamos Delgado el 28 de noviembre de 2011. Se lo llevaron de su casa en la cabecera municipal de Cuauhtémoc.
“Mi hermana y yo estábamos viendo la tele y de repente, escuchamos un ruido muy fuerte, pero ninguna de las dos se levantó, lo dejamos pasar. Mi mamá se levantó y se asomó y estaba la camioneta de mi papá afuera, pero no había entrado. Se asustó y salió y revisó y pues no estaba. Ya hasta que los vecinos nos dijeron que se lo habían llevado”, recuerda Keylin, ahora de 18 años, recién pasada la adolescencia. Ella resume así su proceso emocional: “Es algo que la gente dice: ‘ay, eso se va a pasar porque se te va a olvidar, ya no va a doler’. Y no, es algo que siempre va a quedar en ti. Hace ocho años y a mí me sigue doliendo. A veces me acuerdo y sigo llorándole como si fuera la primera vez”.
Junto con Dana y Vania, Keylin aprendió a sobrellevar el dolor de la pérdida que expresó en dibujos, murales y cartas. Una de ellas la dirigió al gobernador del estado de Chihuahua, César Duarte, en la que lo reta a que les devuelva a sus seres queridos, y le reclama que no ha dado la cara ante los familiares de personas desaparecidas.
Carta dirigida al exgobernador de Chihuahua, César Duarte, escrita y leída por Vania Portillo y Keylyn Álamos, en el encuentro regional de familiares de personas desaparecidas en 2015 Foto: Cedehm
Hablar de lo que le pasa con otras adolescentes la ha fortalecido:
“Es bonito que otras personas se abran por lo mismo que tú pasaste y tú puedes entenderlas, y hablar con ellas porque pues todos pasamos por lo mismo (…). No te quedas en la burbujita que no puedes salir de ahí y al estar hablando de eso, te ayuda a salir de ahí, aunque no se olvida. Se queda el recuerdo, pero igual no te quedaste encerrado en eso”.
Vania recuerda un cuento que leyó, acerca de un cuartito con niños y sólo ellos eran capaces de escuchar voces que el gobierno y nadie más en el mundo escucha. Así se siente. Pero también se sabe empoderada:
“Aún duele lo de mi mamá, pero sé que ese dolor ha hecho que crezca emocionalmente. Ahora puedo hablar de mi mamá sin llorar al instante. Pero sé que donde quiera que ella esté está orgullosa de nosotras. Y pues sé que la vamos a encontrar”.
Alejandro Muñoz, Dania y Vania, y Keylyn forman parte de la primera generación de infantes y adolescentes a los que el equipo del Cedehm ha dado acompañamiento psicosocial. Aquellos primeros dibujos que pintaron con dudas, miedo, culpa y colores cargados, hoy se han transformado en esperanza. Coinciden en que el dolor no se irá y es profundo, pero sostienen sus brazos extendidos para el día que se reencuentren con sus seres queridos.
Alejandro al frente de la caminata Jornadas por la Justicia, por la carretera de Cuauhtémoc a Chihuahua (febrero de 2013). Foto: Patricia Mayorga
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Este texto forma parte de la serie “Camino a encontrarles: Historias de búsquedas”. Un proyecto de podcasts y reportajes escritos y coproducidos por A dónde van los desaparecidos, IMER noticias y Quinto Elemento Lab.
*Idaly Ferrá y Jairo Sifuentes colaboraron para la elaboración de este texto.