La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Foto: INBA
Un avión surca el cielo… cayendo. Es 27 de noviembre de 1983 y el suelo de Mejorada del Campo, a 21 kilómetros de Madrid, está a punto de recibir de lleno el vuelo 11 de Avianca que, procedente de París, tiene como destino el aeropuerto de Barajas, en la capital española. Es domingo y el avión no va a llegar a Madrid: se desplomó. En el accidente pierden la vida, entre muchas otras personas, el poeta y novelista peruano Manuel Scorza, los críticos Marta Traba y Ángel Rama, la pianista española Rosa Sabater y el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, que tenía como destino final la ciudad de Bogotá, donde participaría en un encuentro de escritores al que no tenía ganas de ir.
Un día como hoy, hace 37 años, murió Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928), uno de los escritores más importantes de la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Sobre su obra se han escrito ríos de tinta —qué obsoleto suena ya eso; quizá habría que decir terabytes de información— y, sin embargo, siempre es necesario volver a ella, sobre todo en estos tiempos y en este país, que fue tan fielmente retratado en sus libros, tanto en los de ficción como en los que recopilan sus columnas, retrato que hoy sigue tan vigente que uno no sabe si admirarse por el genio y la capacidad de Ibargüengoitia o indignarse porque a pesar de que todo cambia, todo sigue igual —mentira: uno siempre termina más admirado por la genialidad de Ibargüengoitia. Lo otro es predecible.
Si alguien me pidiera que le recomendara por donde entrar a la obra del escritor guanajuatense —nadie me lo ha pedido nunca, ni me lo pedirá jamás, pero no será la primera vez que recomiende yo algo que nadie me pidió—, inmediatamente lo mandaría a buscar un ejemplar de Los relámpagos de agosto, Los pasos de López o Las muertas, tres novelas fundamentales que repasan, en ese orden, la historia del México postrevolucionario (y de la que escribí la semana pasada), la historia del inicio de la Independencia y la historia de las Poquianchis, protagonistas de una de las historias más escabrosas de la nota roja mexicana —sobre este último libro, Ibargüengotia dijo en una entrevista con Aurelio Asiain y Juan García Oteyza que el tema le interesó “casi por repulsión: la historia era horrible, la reacción de la gente era estúpida, lo que dijeron los periódicos era sublimemente idiota. Todo esto, que me producía una repulsión verdaderamente muy fuerte, me pareció muy mexicano”.
Esta última frase sintetiza muy bien lo que hizo en su obra. Echando mano de lo que hoy llamarían autoficción, creó frescos vivos de la sociedad mexicana de su época. Así encontramos las novelas Estas ruinas que ves, Dos crímenes y el libro de relatos La ley de Herodes. Y en esta misma línea se encuentran también los libros Autopsias rápidas, Instrucciones para vivir en México y ¿Olvida usted su equipaje?, entre otros volúmenes que recopilan sus columnas publicadas en Excélsior y que nos permiten apreciar, entre risas y francas carcajadas, cómo veía Ibargüengoitia al país, a sus habitantes y a sus políticos.
El común denominador de la obra de Jorge Ibargüengoitia es el humor y su marcada aversión a la solemnidad. Basta asomarse a las páginas de Los relámpagos de agosto y de Los pasos de López para darse una idea de qué opinaba de los héroes patrios. ¿Y cómo no recordar la polémica que tuvo con Carlos Monsiváis por una crítica desfavorable que hizo el guanajuatense a Landrú, obra del intocable Alfonso Reyes? En su defensa de la obra, Monsiváis señala que “es muy peligroso que lo pintoresco haga las veces del razonamiento y que se pueda, en nombre del sentido del humor, legalizar la arbitrariedad”. En su respuesta a Monsiváis, que sirvió para dejar la crítica de teatro y la Revista de la Universidad, Ibargüengoitia acuñaría una de mis frases favoritas: “Quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quien creyó que todo fue broma, es un imbécil”. (La crítica, el texto de Monsiváis y la respuesta-despedida-repasada a Monsiváis de parte de Ibargüengoitia se pueden consultar en los números de junio y julio de 1964 de la Revista de la Universidad.)
Sobre el humor y cómo lo traslada a sus páginas, Ibargüengoitia escribió que si sus escritos eran humorísticos era “porque así veo las cosas, que esto no es virtud ni defecto, sino peculiaridad. Ni modo”, y en otro lugar también señalaría, también hablando del humor, que éste “es una manera peculiar y ligeramente oblicua de percibir las cosas. Como el daltonismo, es algo que afecta permanentemente la visión del individuo, no unas gafas que uno se quita y se pone a voluntad”.
Como escribía la semana pasada, resulta imposible no preguntarse qué habría escrito Ibargüengoitia de no haber muerto hace 37 años. Se sabe que viajaba con una novela en proceso, misma que quedó destruida en el avionazo (ah, los ochenta: no había respaldo en la nube y Roberto Bolaño no había puesto de moda los inéditos póstumos infinitos). Lo único que le puedo aconsejar a quienes no me lo pidan es que se asomen a sus libros —de preferencia a las ediciones viejas, con las portadas de Joy Laville que son obras de arte aparte. Les aseguro que no se van a arrepentir y terminarán diciendo: “Aquí seguimos. En estas ruinas que ves, Jorge”.