La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
«Me acusaron de todo: de traidor de la Patria, de violador de la Constitución, de abuso de confianza, de facultades y de poderes, de homicida, de perjuro, de fraude, de pervertidor de menores, de contrabandista, de tratante de blancas y hasta de fanático catolizante y cristero».
El párrafo anterior no forma parte de la autobiografía no autorizada del general Salvador Cienfuegos, aunque parezca —perfectamente podría ser el testimonio de su episodio de vida más reciente, en el que lo vimos ascender a la cima más alta del poder, caer a las simas del oprobio y estamos a punto de presenciar su purificación por obra de la 4T y a manos de Andrés Manuel López Obrador, para quien ser militar y ser corrupto es algo imposible; una contradicción hasta biológica, vamos. Y es que una vez retirados los cargos por los que fue detenido e iba a ser investigado en Estados Unidos, es verdaderamente ingenuo suponer que el general va a enfrentar justicia alguna en México, por más que la DEA asegure que la evidencia en su contra es muy fuerte. Más fuerte es la devoción que siente López Obrador por las fuerzas armadas.
Los acontecimientos recientes en torno a la figura de Cienfuegos me han hecho pensar inevitablemente en Los relámpagos de agosto, primera novela de Jorge Ibargüengoitia y de donde copio el párrafo que abre este texto. ¿Un general del ejército mexicano, exsecretario de la Defensa Nacional, que es acusado de ser un operador del crimen organizado apodado El Padrino; que es detenido mientras pretende ir a pasear a Disneylandia en plena pandemia mundial y a medio proceso electoral estadounidense; que es juzgado por el pueblo mientras el presidente le concede el beneficio de la duda y que al final termina libre de cargos y con viaje pagado de regreso a México? Ya nomás falta que anuncien un homenaje. Estoy seguro que Ibargüengoitia habría firmado con ojos cerrados la historia.
Quienes somos lectores de la obra de Jorge Ibargüengoitia nos preguntamos una y otra vez cómo habría traducido el escritor la realidad nacional de estos tiempos si no hubiera muerto en aquel accidente de avión en 1983. ¿Cómo habría narrado la supuesta entrada de México al Primer Mundo y qué habría dicho del EZLN? ¿Qué habría escrito sobre la derrota del PRI y la caricatura que resultó ser la alternancia? ¿Cómo nos habría contado la guerra contra el narco de Calderón y la obstinada terquedad de Cuauhtémoc Cárdenas, primero, y López Obrador, después, por alcanzar la presidencia? ¿Qué estaría escribiendo ahora? (Esta última pregunta ya estira demasiado la liga: a estas alturas tendría 92 años y seguramente estaría retirado, no podría caminar y padecería incontinencia. O tendría la mente lúcida y seguiría siendo un crítico mordaz de la cotidianidad. ¿Quién sabe?)
Para bien y para mal, la Historia —esa que se escribe con mayúsculas— siempre se repite. Así, para darnos una idea de qué estaría contándonos Ibargüengoitia basta con asomarse a sus libros.
Hoy, por ejemplo, en el 110 aniversario del inicio de la Revolución, bien haríamos en asomarnos de nueva cuenta a Los relámpagos de agosto (1964), obra con la que Ibargüengoitia entró por la puerta grande a la narrativa—el libro le valió el Premio de Novela Casa de las Américas ese año—y que representa la primera de muchas obras indispensables para la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX.
Grosso modo, la novela retrata la vida de un México postrevolucionario en el que los generales que lucharon en la revuelta buscan a toda costa que la Revolución les haga justicia. Como haría después con Los pasos de López (1982), Jorge Ibargüengoitia le quita el bronce a los héroes patrios para presentarlos como una pandilla de torpes, en este caso militares sin escrúpulos, capaces de cualquier cosa con tal de obtener el mando del país. Con afilada ironía y corrosivo sentido del humor, el escritor guanajuatense se burla de las luchas intestinas que tuvieron lugar incluso durante el movimiento armado y después de éste. Remata con una “Nota explicativa”, en la que hace un perfecto resumen de la Revolución Mexicana dirigido a “los ignorantes en materia de Historia de México”.
De la Revolución Mexicana poco queda: la Constitución de 1917 (a la que le han metido más mano que panadero a la masa) y algunas instituciones, entre ellas la peor de todas: el PRI, que se niega a morir y cuyos descendientes ahora se hacen llamar Morena. Mientras el presidente se aferra a lo que llama “la investidura presidencial” y defiende con religioso celo a las fuerzas armadas, a nosotros nos queda la enorme obra de Ibargüengoitia para recordarnos que mientras más solemne se nos quiera presentar el poder, más debemos de burlarnos de él. Porque, citando libremente al guanajuatense, si no vamos a cambiar al mundo cuando menos vamos demostrando que no todo aquí es drama.