La Hilandera
Por Rosario Ramírez / @La_Hilandera
Foto portada: Mariana Parra / @MarianaParraMa1
Imaginemos esta escena: dos chicas sentadas en la banqueta, afuera de un café, platicando y disfrutando de la tarde. De pronto, un hombre se dirige hacia ellas por la misma acera. Él lleva su teléfono en la mano, les toma una foto al paso y sigue caminando. Una de ellas le grita “!para qué quieres la foto!”, él no las mira, no responde y simplemente se aleja con esa imagen no consentida en su teléfono.
Esta escena sucedió hoy, aunque haciendo memoria no es la primera vez que veo que esto ocurre en el espacio público. Y antes de que cualquier persona mencione algo que suene parecido a “¿por qué no hiciste nada?” (por supuesto hablando de ellas y de quienes fuimos testigos), hagamos una pausa y volteemos al otro lado: ¿Por qué estamos más acostumbrad@s a desacreditar las acciones de quienes responden (o no) a cualquier tipo de acoso, abuso o violencia antes de cuestionar a quien las ejerce? ¿Por qué no cuestionamos primero, siguiendo este ejemplo, a quien decidió sacar una fotografía no consentida? (y sí, el parecido con el caso del fotógrafo que agredió a una compañera en el pasado 28S en Guadalajara no es coincidencia).
En las redes sociodigitales y en la vida cotidiana es cada vez más común que se critique a quienes reaccionan al momento de vivir una agresión o algún tipo de acoso. Es frecuente que estas respuestas no esperadas sean percibidas como una exageración o incluso como una muestra de violencia ante un hecho que podría parecer normal o no malintencionado (aunque lo sea porque atenta contra la privacidad, la seguridad, el bienestar, la salud o la vida de otra persona). También es común que estas reacciones sean relacionadas con una vena feminista puesta en acción “porque a las mujeres ya no se les puede decir nada, ahora ya todo es acoso”, y no, no todo es acoso, pero aquello que sí lo es, ahora muchas y cada vez mas, lo nombramos.
El feminismo, más allá de ser un movimiento sumamente heterogéneo en su interior, en los últimos tiempos se ha construido como una especie de bloque enemigo que atenta contra una serie de reglas y normas que la sociedad misma habría construido como una muestra de orden: las buenas costumbres asociadas a posturas y pertenencias religiosas, el amor romántico, la heterosexualidad obligatoria, los designios divinos del ser mujer, esposa, madre, las formas que se consideran legítimas para protestar, y un largo etcétera.
La imagen que se percibe del feminismo y de las feministas alude frecuentemente a esos contras y a la figura distorsionada de una mujer que rompió el modelo de lo que se esperaba de ella. Porque el común era el silencio, y estas mujeres hablan, y gritan, y exigen. Porque “las de antes eran mejores”, aguantaban, se callaban; y “las mujeres de ahora” no lo hacen y, además, osan tomar el espacio público, osan salir a las calles cuando pueden estar “en su casa haciendo un sándwich” y además salen a pedir derechos “!Atrevidas!” “!pues qué más quieren!”.
Un asunto alarmante en esta construcción del enemigo feminista es su eficacia. Y no es necesario ir muy lejos, echemos una mirada a lo ocurrido recientemente en el 28S, donde a propósito del día de Acción Global por el acceso al Aborto Legal y Seguro mujeres en todo el país salieron a manifestarse y a tomar el espacio público. Y sobre esto destaco dos cosas. La primera es que, por segundo año consecutivo, grupos conservadores convocaron al encuentro con los contingentes feministas con el fin de resguardar sus espacios sagrados, además de, por supuesto, hacer un llamado en defensa de la vida y del modelo tradicional de familia.
En los días previos a estas manifestaciones circularon por grupos de WhatsApp y Facebook diversos videos donde se alentaba a los creyentes católicos a acudir a estas concentraciones bajo argumentos entre los cuales se encontraba que las feministas eran enviadas por satán ya que atentaban contra el principio fundamental del derecho a la vida desde la concepción, además de ser un peligro para la casa de dios por las potenciales pintas a los muros de las iglesias, templos y catedrales. Porque esta vez no salían a las calles a exigir justicia por las muertas y desaparecidas, decía uno de ellos, (aunque también estas manifestaciones son condenadas) sino que salían para exigir el derecho al aborto. Y, por otro lado, traigo a cuenta el tratamiento que varios medios nacionales y locales dieron a las manifestaciones, resaltando los enfrentamientos e incidentes ocurridos en ellas, eligiendo mostrar estratégicamente aquellas imágenes y generando narrativas controversiales donde las feministas eran representadas, entre otras cosas, como agentes generadores de violencia.
Pero, más allá de las representaciones que algunos gremios y grupos sociales hacen sobre las manifestaciones y quienes las realizan, también están las y los espectadores, quienes frecuentemente consumen no de manera pasiva estos mensajes y generan así sus posiciones frente a lo que acontece en su entorno. Uno de los efectos de la construcción negativa hacia el feminismo son las respuestas que emergen a raíz de estas publicaciones y noticias, ya que los comentarios vertidos hacia las feministas y manifestantes suelen tener una carga muy elevada de violencia, y en un país donde hay tantas muertes, desapariciones y feminicidios al día, esto no es y no puede ser tomado como un asunto menor.
Descalificaciones personales o colectivas, amenazas de muerte, de violación, y acoso selectivo, son reacciones frecuentes en la sección de mensajes de las noticias en torno al feminismo y sus manifestaciones; incluso estas narrativas, en algunos casos, son dirigidas con nombre, apellido y/o arroba. El tipo de violencia que deriva de esta construcción del otro no es más que una pequeña muestra del nivel de violencia del cual las feministas nos seguimos quejando, una violencia a la cual reaccionamos personal o colectivamente también desde un post, porque es una narrativa y un espacio social que también luchamos por cambiar.
Podemos estar o no de acuerdo con las exigencias y las formas de manifestación actual, podemos simpatizar o no con el movimiento feminista o con quienes lo encarnan y acuerpan; pero lo que no podemos dejar de hacer es cuestionar las violencias independientemente de los lugares donde se manifiesten. Sin embargo, ante lo selectivo que resultan los cuestionamientos, invito a cambiar el enfoque, a cuestionar de otras maneras, a cambiar el sujeto de nuestras suspicacias, o al menos a intentarlo.
Cuestionemos al tipo que acosa en la calle, al amigo mansplainer, a quien silencia la voz del otro, a quien amenaza. Hagámoslo con el que golpea, con el que justifica sus agresiones bajo el argumento simple de la “toxicidad”. Hagámoslo con el violador, con el padre que abandona, con el pariente y con el profesor que acosa. Quizá mirar al otro lado, y teniendo perspectiva, aprendamos más sobre consentimiento, sobre responsabilidad afectiva, sobre formas simples para no revictimizar al otro o agredirle aún más cuando ya ha pasado por un evento traumático. Para dar esta vuelta no es necesario ponerse las gafas moradas, pero sí cuestionar y construir una forma de estar juntos aún con nuestras profundas diferencias.