Todo es lo que parece.
Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
La propagación global del COVID-19 ha puesto de relieve un horizonte relativamente inédito. La rapidez del contagio y el riesgo de letalidad de la enfermedad nos obligaron a parar en seco -de la noche a la mañana, literalmente- buena parte de las actividades socioeconómicas.
De manera súbita fue necesario alejarse de los espacios públicos y guardar una sana distancia. Ante ello se pusieron en marcha distintas respuestas institucionales en prácticamente todos los órdenes y niveles.
Así, en países como el nuestro, a la par de las medidas sanitarias (i. e. búsqueda de vacunas, tratamientos y protocolos médicos adecuados, adecuación de la infraestructura hospitalaria), las estrategias para la mitigación de la crisis se han enfocado de manera significativa en el control de la vida social. Dicho de otro modo, con la llegada de la pandemia nos hemos visto en medio de una especie de suspensión política de la sociabilidad.
Sin duda medidas como el distanciamiento y la cuarentena son fundamentales para aliviar el impacto que tiene el COVID-19 sobre la salud. No obstante, a pesar de ello, hasta ahora hemos pospuesto una discusión que sin duda es urgente. Me refiero a la necesaria reflexión en torno a la dimensión social de la pandemia. Ello con la intención de pensar en algunas coordenadas que nos permitan gestionar el horizonte post-pandémico. Esto es así porque -más allá de la ralentización de los contagios- es innegable que las medidas señaladas tendrán un efecto importante en la salud mental y el bienestar de las personas, tanto en el corto como en el largo plazo. Así mismo producirán transformaciones en los modos de ser, hacer y estar de las personas, así como en las relaciones que éstas sostienen con el entramado institucional.
En este contexto, uno de los primeros y más evidentes efectos de las estrategias de mitigación de los riesgos asociados con la pandemia tiene que ver con la arquitectura de la subjetividad, es decir, con aquello que somos, con lo que sentimos, decimos y pensamos. Esto es así debido a que la vida social pandémica ha traído consigo la instauración de lógicas que nos resultan relativamente nuevas (y que incluso trastocan los modos convencionales desde los que solíamos relacionarnos unas con otros). Éstas postulan otra jerarquía de valores, otros ejes para habitar el espacio social. De modo que esta contingencia nos ha hecho reconocer que bajo ciertas condiciones el contacto físico puede ser una práctica peligrosa.
La cercanía, la calidez, el saludo de mano, el beso en la mejilla, y el abrazo fraterno, se tornaron -de súbito- en un vector de contagio. Esto es un golpazo tremendo para culturas de cercanía, como la nuestra. Hoy nos escudamos tras el muro que representa el cubrebocas. Hemos tenido que aprender a leernos y reconocernos de otros modos. Ello sobre todo porque en buena parte del discurso público la copresencia y la interacción se han vuelto elementos cuya textura es tóxica, negativa.
En este sentido, desde hace casi medio año, muchas y muchos de nosotros nos vimos obligados a deshabitar el espacio público (excepto aquellos quienes desempeñan actividades consideradas como esenciales para la economía; o quienes no tienen otra alternativa más que salir a buscar su subsistencia). Nos convertimos en islas que paradójicamente, en el corto plazo, tendrán que aprender a cuestionar(se) las consecuencias de un individualismo exacerbado que tradicionalmente se ha sancionado como un valor redituable. Eso sí: más allá de discutir de manera abstracta sobre la perpetuación o el aniquilamiento de un modo de producción que favorece e incentiva la inequidad -como lo han hecho Byung-Chun Hal y Žižek, al grito de civilización o barbarie-, tenemos que hacernos cargo (también) de nuestras propias prácticas. Desde luego, no me refiero a la tentación new age que sugiere que el cambio está en “uno mismo”. Por el contrario. A lo que aludo es a que no basta con interpretar el mundo desde un pedestal. De lo que se trata es de transformarlo.
¿Seremos capaces de descubrir en el aislamiento individualista una vía para reencontrarnos colectivamente? Hay razones para la esperanza. Pero también hay razones para el desasosiego. La pandemia ha evidenciado lo mejor y lo peor que tenemos.
La retirada del espacio público trajo consigo la intensificación de la convivencia en los espacios domésticos. En principio esto puso de relieve tanto una revaloración de los lazos familiares como el disfrute de la introspección reflexiva. Pero también incrementó significativamente la violencia intrafamiliar y la que opera en razón del género.
Nos movemos entre la empatía más progresista que se preocupa por el bienestar de las y los Otros, y la barbarie más salvaje que con base en la ignorancia ataca al personal médico y sanitario por temor al contagio. A la par de lo anterior, en esta contingencia se reveló por completo y de la manera más descarnada posible el conjunto de desigualdades que nos atraviesan.
Se hicieron insoportablemente visibles el privilegio en el que vivimos algunos cuantos, y la precariedad aplastante a la que están sometidos los más. También -y quizá de forma paradójica- a la par del aislamiento emerge otra tendencia; una que apuesta por la revalorización de la socialización entre y para ciertos sectores de la población (i. e. los adultos mayores, la niñez).
No me cabe duda que tanto en el plano de lo individual como en el comunitario habrá una fuerte tensión -en los meses por venir- entre una creciente tendencia al aislamiento y una necesidad de colectividad involucrada activamente en las labores de reconstrucción del tejido social. Todo ello pone al límite la vigencia del entramado institucional al que estamos habituados. Ya veremos qué resulta. Como quiera que sea, quizá uno de los efectos de esta contingencia -al que no le hemos prestado suficiente atención- radica en que paulatinamente se integra un valor a nuestro repertorio personal de estrategias para la interacción social: un valor que postula a la ausencia y a la distancia como mecanismos de seguridad que brindan un anclaje, un lugar fijo al que aferrarse en medio de este océano de incertidumbres.
Habitamos una supuesta nueva normalidad. Y añoramos con nostalgia un futuro que en realidad ya hemos dejado atrás. Ante esto ¿acaso no resulta un tanto cínico aseverar que las cosas seguirán igual que antes una vez que pase el escenario de emergencia, como se han atrevido a hacerlo algunos? Y en el mismo sentido hay que preguntarse si ¿no resulta ingenuo asegurar, por otra parte, que la mal llamada naturaleza humana se transformará por completo luego de la pandemia?
A veces las cosas y las personas cambian solo para seguir siendo las mismas. Es precisamente en este espacio de tensión en donde debería estar situado el debate. Y no en la capitalización política de la desgracia y del infortunio, como ha sido el caso de algunas de nuestras autoridades. Una vez más: estamos ante la urgente necesidad de reconstruirnos, de recuperar lo que hemos perdido y de reimaginar, desde ya, nuestro futuro.
¿Estaremos a la altura del desafío?