Las calles de una megalópolis como Ciudad de México se han vaciado con la reclusión forzosa de la ciudadanía, y la noche adquiere un aspecto siniestro para las miles de trabajadoras sexuales, con menos clientes y más expuestas al abuso y la extorsión
Texto: David Avendaño (Krizna) y Gloria Muñoz / Otras miradas
Fotos: Brian Torres
Las populares calles del barrio de La Merced, en el centro histórico de la ciudad, las banquetas de la colonia Obrera, los alrededores del Monumento a la Revolución, la congestionada avenida Tlalpan –todas ellas zonas en las que se ejerce el trabajo sexual–, están prácticamente desiertas.
Las 7,500 mujeres y trans que viven del comercio sexual en la Ciudad de México enfrentan la peor crisis de la que tienen memoria. Aseguran que la clientela ha decaído hasta en un 90%, y muchas no sólo se han quedado sin trabajo, sino también sin casa, pues vivían y trabajaban en los hoteles que fueron cerrados el pasado 1 de abril a causa de la covid-19.
“No hay lugar para la esperanza”, dice Sandra, 42 años, en una desolada avenida Tlalpan, su lugar de trabajo desde hace más de dos décadas. A las extorsiones policíacas, las violaciones, las agresiones de clientes, agentes y explotadores ahora se suma la crisis económica, que ha dejado a algunas de ellas en la calle, sin comida ni techo. Una tarjeta de mil pesos (42 dólares) para tres meses es la ayuda que han recibido del Gobierno de la ciudad. “Peor es nada”, dicen, mientras hacen fila para recibir el documento.
La Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer Elisa Martínez, que respalda a las trabajadoras sexuales desde hace más de 25 años, publicó a finales de 2019 un informe con un listado de 30 indicadores para medir la violencia hacia las trabajadoras sexuales en México. Actualmente, a la luz de la emergencia sanitaria, han detectado un incremento de las agresiones en 21 de los 30 indicadores, entre los que destacan la violencia institucional y económica. “Ante la prohibición del comercio sexual, el crimen organizado y delincuentes de barrios donde había trabajo sexual, han ‘acogido’ a trabajadoras sexuales, que son víctimas de violencia, extorsión, robo, violación y privación de libertad”, relata el informe.
La Brigada Callejera da cuenta del aumento “del señalamiento y estigmatización de las trabajadoras sexuales, ya que no pocos sectores de la población, de los grupos políticos gobernantes y de la prensa mexicana, las consideran un grupo que contagia el covid-19 a sus clientes”. El comercio sexual no ha desaparecido a pesar de la pandemia, y ha aumentado la extorsión de funcionarios públicos, que exigen mayores cuotas para dejarlas trabajar. Paralelamente, continúan los asesinatos y desapariciones en todo el país.
“La autoorganización ha sido la mejor respuesta de las trabajadoras sexuales ante la amenaza de contagio de la covid-19”, subraya la Brigada Callejera,“ y también frente a las acciones que el Gobierno ha emprendido y que han afectado a su economía familiar, el acceso al trabajo, al hospedaje y en general al disfrute de sus libertades y derechos”. La organización autogestionada del colectivo facilita comedores y colectas de víveres, medicamentos, colchonetas, cobijas y dinero para las más desprotegidas. Uno de los fundadores de la Brigada Callejera, Jaime Montejo, falleció el 5 de mayo por covid-19 después de recorrer siete hospitales, que le negaron el ingreso por falta de cupo. Grupos de trabajadoras sexuales le rindieron un último homenaje en la calle.
Mascarillas, gel antibacterias y nada de besos
Sandra todavía hace servicios en algún rincón de la calle o en el automóvil del cliente. Se cuida, dice, con mascarilla, gel antibacterias y no da besos. En cambio Laura, de 40 años, lleva cinco trabajando en las calles del centro histórico, y ha tenido que decir basta desde que se declaró el estado de emergencia sanitaria en México. No por voluntad propia, sino a causa del cierre de los hoteles. Vive en el municipio de Chalco, Estado de México, uno de los de mayor contagio de todo el país. Tiene dos hijos que no saben a qué se dedica y que dependen económicamente de ella. De un día para otro se quedó sin dinero para comida, azúcar, jabón, gas, luz y alquiler. Ahora, con el dinero que gana con la venta de cosméticos por catálogo come “un día sopita, otro día frijoles, y una vez a la semana, pollo”.
Como la mayoría de sus compañeras, Laura se enteró de la pandemia por la televisión. Al principio no se lo creía. Después vinieron las medidas sanitarias y se fue adaptando. Los primeros días, cuando los hoteles seguían abiertos, trabajó con gel y mascarilla, “y los clientes también traían y se la dejaban durante el acto sexual”. Tiene, al menos dónde dormir. Otras mujeres acudieron a un albergue provisional que el Gobierno abrió durante dos días, y después, las que tienen familiares pudieron encontrar acomodo. Hay otras, obligadas a deambular por los alrededores de los hoteles, que esperan la reapertura en cualquier momento.
Claudia Torres Patiño estudia doctorado en Derecho en la Universidad de Harvard (EEUU). Investiga sobre el trabajo sexual y además es voluntaria de la campaña Haciendo calle, que apoya a las trabajadoras. En entrevista telefónica advierte que en distintas zonas de la Ciudad de México, como Puente de Alvarado, Jardín de San Fernando, Tláhuac y en la salida del metro Los Olivos, el trabajo no sólo ha disminuido a causa de la covid-19, sino “ya desde antes por la crisis económica, porque hay menos dinero para pagar el trabajo sexual, y no hay tantos clientes”.
En la calle, advierte, hay muchas formas de violencia, y una de ellas, específica de las trabajadoras, es la violencia emocional. “Son mujeres que crecieron sintiéndose no merecedoras de amor, les es difícil dar y recibir confianza, lo que dificulta las relaciones sociales y personales. Viven en un ambiente hostil, en una selva de hormigón”, situación que, explica, las hace más vulnerables frente a la pandemia. En opinión de Claudia Torres, hay una gran falta de información: “Muchas desconocen la dimensión del contagio; otras son conscientes del virus, pero de cualquier forma tienen que trabajar; y otras, con o sin información, se han quedado sin trabajo”. Torres considera que el cierre de los hoteles de trabajo es una medida discriminatoria, porque “tuvo un impacto diferenciado y desproporcionado sobre un grupo históricamente excluido, y dejó a la gente en la calle sin medidas paliativas”. “No tienen ahorros, viven al día, tienen hijos y la mayoría es jefa de familia”.
Luna, Laura, Sandra, Betza y Estrella, todos nombres ficticios para trabajar, padecen una situación económica difícil. Betza tiene 32 años, de los que ha pasado 10 en las calles del barrio de la Merced. Mantiene a su hijo, a sus padres y a su pareja, pero el trabajo ha caído en un 80%. La violencia económica hoy es la peor de todas. Constantemente recibe insultos y extorsiones de la policía. “¡Puta barata!”, le gritan a su paso. Y ahora se siente más discriminada por continuar trabajando. “Me dicen que los puedo contaminar, pero yo cumplo con las medidas sanitarias y me protejo”, precisa. “Hay clientes que les incomoda la mascarilla y me piden que me la retire. Y, pues, me la quito”.
A Betza su “representante” le comunicó que había un virus, pero, dice, “pensé que era un mito. Empecé a creer que era verdad cuando todos se comenzaron a guardar en sus casas, y empezó a verse poca gente en la calle”. Acostumbrada a vivir en un clima de violencia, Betza lamenta que la policía no la cuide y que, por el contrario, la hayan golpeado, amenazado e insultado. “Para el Gobierno, no valemos nada, por eso nos ofrece mil pesos para tres meses, porque hay desprecio”.
Estrella viste un pantalón ajustado gris y una blusa negra. No trabaja y espera su turno en la fila para recibir el subsidio del Gobierno. Tiene 40 años y es una de las miles de migrantes internas que llegan a la Ciudad de México en busca de oportunidades. Nació en el estado norteño de Zacatecas, y mantiene sola a tres hijos de 7, 4 y 2 años de edad. En época normal tenía hasta siete clientes al día. Ahora, apenas llega a uno por día. Trabaja, además, como empleada doméstica y gana 80 pesos diarios (menos de cinco dólares). Teme que su trabajo “se va a acabar”.
La Casa de las muñecas
A norte de la Ciudad de México, en la zona popular de Cuautepec, hay el refugio Casa de las muñecas Tiresias y albergue Paola Buenrostro. Kenia Cuevas, directora general, defensora de derechos humanos y promotora de la prevención del VIH-SIDA, recibe a Desinformémonos en su oficina, que ahora se ha transformado en una pequeña bodega de víveres para ser repartidos durante la pandemia.
Kenia, 46 años, es trans. Hace cuatro años presenció el asesinato de su amiga Paola Buenrostro y ha padecido las omisiones del Gobierno de la ciudad en la prevención de la violencia contra las trabajadoras sexuales, razón por la que decidió organizarse para proteger a sus compañeras. El trabajo y su compromiso crecieron hasta organizar un espacio de intervención integral, para la reinserción laboral, económica y social de las trabajadoras sexuales transgénero, sin “pelearse con esta actividad”, que ha ejercido desde los 9 años, y que cada día “conlleva más riesgos para la comunidad trans”.
Así nació la Casa de las muñecas Tiresias, un espacio inaugurado en diciembre pasado para albergar a trabajadoras en riesgo, pero que tres meses después, en plena pandemia, se abrió a “ las chicas más vulnerables, que tenían su residencia en hoteles y fueron expulsadas a la calle”.
Como no pueden atender a todas en el albergue, algunas salen a la calle para distribuir comida en puntos estratégicos del trabajo sexual. También apoyan a familias de bajos recursos, a personas que viven en la calle, consumidores de drogas y a personas privadas de su libertad con VIH.
En la Casa de las muñecas predomina el color blanco y resaltan grandes ventanales por los que entra la luz. Las inquilinas van y vienen por el interior, se juntan para la comida y para organizar el apoyo durante la contingencia sanitaria. Michael Calderón, trans de 50 años, se encarga de la administración del albergue y de la organización de las redes sociales, a través de las cuales llama a toda la comunidad a respetar las medidas sanitarias y el confinamiento.
Karina Cruz, otra de las colaboradoras, tiene también 50 años pero aparenta más. No son sólo las arrugas, sino las cicatrices de una agresión brutal por parte de dos policías, que le vaciaron disolvente y le prendieron fuego. Ahora trabaja como estilista a domicilio, y desde el refugio pide a sus compañeras trabajadoras que “se busquen otro oficio” y, si no pueden, “que se cuiden mucho”.
“El Gobierno obviamente no tiene la capacidad de mantener a todas las personas necesitadas, ni de garantizar sus condiciones de vida de antes de la crisis. Con las tarjetas de apoyo se trataba de mantener niveles de subsistencia, pero con mil pesos, ni para frijoles”, dice la doctorante de la Universidad de Harvard, Claudia Torres. Falta coordinación entre las instancias de gobierno e información, hay un exceso de burocracia y, sobretodo, el apoyo institucional para enfrentar la emergencia de las más de 7.000 trabajadoras sexuales es insuficiente. “Entre ellas hay un sentimiento de traición y de humillación”. El panorama, concluye Torres, “es más que desolador”. Pero podrían apoyarlas si reabrieran los hoteles y funcionaran como residencias temporales, de tal manera que al menos se resolviera el problema de vivienda. De lo contrario “seguirán vulnerables al contagio y al hambre”.
*Otras Miradas es una alianza de periodismo colaborativo integrada por medios independientes de México y Centroamérica. Como parte de esta iniciativa presentamos la serie “Coronavirus desde otras miradas” en la que participan Desinformémonos (México), Chiapas Paralelo (México), Agencia Ocote (Guatemala), No-Ficción (Guatemala), Gato Encerrado (El Salvador), Contracorriente (Honduras), Radio Progreso (Honduras) Nicaragua Investiga (Nicaragua), Onda Local (Nicaragua) y Confidencial (Nicaragua).