En Ecatepec, desde hace 13 años, Gregorio Martínez recibe a hombres y mujeres preliberadas. Bajo la creencia de que todos y todas merecen una segunda oportunidad, abrió las puertas de su casa. No recibe pago alguno, a veces tampoco el apoyo de las familias de los liberados. Ahora busca abrir otro espacio: un albergue nocturno para ancianos
Texto: Daniela Rea
Foto: Duilio Rodríguez.
Video: Duilio Rodríguez y Arturo Contreras
ECATEPEC, ESTADO DE MÉXICO.- Alrededor de una mesa redonda en el comedor de una casa familiar, café soluble en mano, un grupo de hombres conversan sobre los motivos que los llevó a la cárcel. Hablan de robo, de asesinatos, de secuestros, de miedo y ganas de pertenecer.
“Yo empecé cuando era niño, crecí en la Colonia Guerrero y me uní por estatus”, cuenta Jesús Miguel, de 38 años, el más joven del grupo. “Ahí toda la gente mayor que se hacía respetar se dedicaba al robo, era un privilegio pertenecer a esos cuadros. Yo clonaba tarjetas, me vestía bien para ir a pasar tarjetas, robo de cuello blanco, le dicen. Tenía 16 años”.
Jesús Miguel estuvo preso en Chiconautla año y medio por robo a transeúnte, salió preliberado a mediados del año pasado y ahora vive en casa de Gregorio Martínez, aquí, donde toman el café.
Goyo, como le dicen sus conocidos, se dedica a la reparación de autos y desperfectos de las casas. Goyo también es cristiano y, aunque no es pastor de título, da charlas a personas privadas de su libertad en el penal de Chiconautla. Así conoció a Jesús Miguel y le ofreció ser su tutor para lograr la pre liberación. Conversaron y aceptó, no había mucho qué pensar: la familia de Jesús Miguel lo abandonó y para gozar de ese derecho de libertad anticipada necesita quién se haga cargo de él.
Dice Goyo:
“Yo ayudo a estas personas porque estoy convencido que todos, sin excepción, merecemos una segunda oportunidad de rehacer la vida. Creo que esto comienza porque cuando era niño nadie creía en mi. Y a lo mejor hasta ahorita hay personas que no creen en mi. Entonces creo que las personas pueden cambiar su vida, que dios les da una oportunidad de rehacer sus vidas, corregir sus errores, demostrarle a ellos y a su gente que sí se puede corregir su manera de vivir y de ser”.
Cuando todos les han dicho No a esos hombres, incluso sus propias familias, Goyo y su esposa Abigail los acogen en su hogar. En la azotea de su casa Goyo construyó una galera, acomodó ocho literas y una pequeña cocineta donde viven en lo que terminan su proceso penal. No reciben nada material a cambio de ello: no les pagan, no tienen un puesto público, no nada.
Esta tarde en el comedor, además de Jesús Miguel están Carlos y otro que prefiere no decir su nombre. Todos preliberados, coinciden en lo mismo: uno delinque porque quiere pertenecer, otros porque no tuvieron atención de sus padres, otros más porque no tuvieron oportunidad de demostrar que podían ser otra cosa. Pocos son quienes lo hacen por pobreza, coinciden.
Un quijote
Goyo nació y vivió en Santa Clara, Estado de México, hasta los 9 años. Entonces, sus papás se y él se mudó con su papá a Ecatepec, cerca de Plaza Aragón.
“A partir de ahí empiezo a drogarme, toda la vida estoy drogándome desde los 9 años, terminé la primaria porque me corrieron, me drogaba dentro de la escuela”.
Goyo recuerda una infancia precaria. Su papá sólo tenía para comprarle un pantalón de vestir y dos camisas al año y Goyo recogía zapatos usados de la basura para calzar. Iba a las casas de los vecinos para ver televisión y a nadar a los canales de riego. “Eran aguas puercas, puerquísimas, pero nosotros no nos importaba, nosotros lo que queríamos era divertirnos.
Nunca me enfermé de nada, solo tuve mucha escasez”, recuerda con la alegría de ese niño que fue.
Comenzó a robar a los 9 años, dice, como una forma de ser aceptado por sus vecinos. “Robaba porque robaban los grandes. Nunca maté a alguien, pero amaneció muerto uno al que nosotros le pegamos, lo dejamos tirado en la calle. Mi papá era policía, antes fue soldado”. Tampoco, nunca, estuvo preso.
Goyo creció, conoció a un pastor quien lo invitó a hacer campaña de evangelización a Oaxaca, después a evangelizar en el Reclusorio Norte, luego en Tultitlán y finalmente en Chiconautla.
“Siempre tuve el deseo de ir a la prisión y conocer gente que quisiera una oportunidad de vivir. En la prisión me decían que para que yo entrar y ayudar, los presos tenían que pedirlo, tenía que tener solicitud de 20 personas”.
Al día siguiente de su visita a Chiconautla, recuerda, los presos tenían escrito una carta para solicitar a la dirección que le permitieran a Goyo visitarlos cada semana.
Segunda oportunidad
Los días en esta casa donde se reciben preliberados transcurren básicamente en dos lugares: la mesa del comedor y el taller mecánico. Hoy, en la mesa del comedor, Abigail, Goyo, su hija menor, Paty y Miguel desayunan caldo de pescado.
Paty y Jesús Miguel son dos de los preliberados; ella vive en casa de su hija y Goyo opera como su tutor laboral; mientras que él vive y trabaja en esta casa.
“Toda mi vida me dedique a robar, nunca en oxxos ni transeúntes, nuestro dicho era siempre ‘que paguen los que tienen’ por eso robábamos nóminas, empresarios, autotransporte”, cuenta Jesús Miguel.
A los 19 años Jesús Miguel entró al Reclusorio Norte por primera vez y más que ofrecerle una readaptación, “fue como entrar a la secundaria del crimen con asesinos, secuestradores”. Se afana que se volvió peor. Luego pasó por Santa Martha y finalmente Chiconautla. Sus hijos se alejaron de él.
“Yo ya no quería seguir haciendo maldades ni robando ni nada y todo estaba en contra. Mi familia ya no me contestaba, no tenía un peso, no tenia salud y Goyo me dijo ‘yo te echo la mano, ¿quieres enmendar tu vida?’ Y así es como estoy aquí”. Jesús Miguel, quien llegó hace unos meses a esta casa, es el más reciente preliberado que reciben.
El primer preliberado fue otro Miguel, Miguel Ángel Pérez Parra. Había estado 20 años preso.
Goyo recuerda:
“Yo comencé ir a las cárceles porque tenía amigos de mi infancia que estaban en la prisión, algunos estaban en el manicomio y pues otros estaban muertos. Entonces ahí fue donde yo quise ir para para tratar de ayudarlos a cambiar y de hacer una vida nueva”.
En las visitas al penal se enteró que uno de los requisitos para la preliberación -además de que tengan buena conducta y su delito no sea grave- es que las personas tengan un tutor que se responsabilice de ellos, una casa dónde vivir y un empleo. Goyo pensó que él podría ofrecer eso a algunos hombres o mujeres en posibilidad de salir.
El día que Miguel Ángel, su primer huésped, salió libre cometió una fechoría a las pocas horas y lo agarraron. Volvió a la cárcel. Con la historia de Miguel Ángel, Goyo se dio cuenta que la gente regresa a prisión porque no hay quien les ayude, a veces ni sus propias familias o la iglesia.
“Lo recibimos sin saber bien qué pasaría después y solamente dije ‘a ver cómo le hacemos, aquí duermes, aquí trabajas, aquí todo’ y entonces él y yo comenzamos a pedir ayuda para poder ayudar a otros presos”.
Miguel Ángel estuvo cinco años viviendo en casa de Goyo, ahí aprendió a trabajar y a pedir perdón, hasta que lo mataron.
“Ese día lo mataron a las 6:45 am. Él hizo una oración y me la mandó: ‘Doy gracias a dios por la vida que tengo, por el trabajo que dios me ha dado’ y su última frase ‘doy gracias a dios por los que me aman y los que no me aman’. Cuando mandó el mensaje, en ese momento le empezaron a entrar los disparos, nueve disparos que le dieron”.
“Puedo decir tristemente que su pasado le alcanzó y que le hayan quitado la vida me dolió demasiado, pero eso me motiva a echarle muchas más ganas. Ese malnacido fue un gran aliciente en mi vida, para no dejar de hacer lo que hago”.
Con el tiempo Goyo acondicionó su casa: al interior apartó tres cuartitos donde recibe a las mujeres o a los preliberados con familia. Además, en la azotea alzó una bodega y montó ocho literas de cemento, un baño y una pequeña cocineta para hospedarlos. La parte económica va y viene. Goyo tiene un taller mecánico, ahí los emplea y de ahí saca también para la comida de quienes viven en la casa. Montó una papelería, pero no funcionó, ya sólo opera la fotocopiadora.
Calcula que en estos 13 años han pasado cerca de 80 personas, algunos con familia, como Jesús Miguel, que vive con sus dos hijos adolescentes. Alguna vez también recibió a la hija de una mujer presa que no tenía dónde vivir.
“Hay historias difíciles, sobre todo de mujeres que son las más abandonadas dentro de los penales. Recuerdo la de una joven que a los 15 años su papá la comenzó a violar y a los 23 años ella lo mata en defensa propia, ella lleva 15 años en la cárcel y estamos trabajando un amparo para liberarla, por eso decidí estudiar derecho, porque busqué muchos abogados y ninguno ayudaba”.
Sí. Cuando no está en el taller o en el penal, Goyo va a un juzgado en el Estado de México a trabajar como asistente de un abogado, además de tomar clases en el sistema abierto en Tlalnepantla, para poder trabajar en su defensa.
“Me di cuenta que yo podía ayudar a más gente entonces fue ahí cuando decidí comenzar a echar manos a la obra y no solamente decirles que dios les amaba y que les apreciaba sino decirles aquí está mi mano, pero mi mano acompañada de la casa y del trabajo y de mi familia por supuesto”.
La familia
La familia, por supuesto. La acogida que ofrece Goyo a las y los preliberados no sería posible sin su familia.
Primero, porque su esposa Abigail y sus cuatro hijas (dos de ellas aún viven en la casa materna) aceptaron abrir las puertas de su casa para recibir a personas desconocidas que fueron acusadas y sentenciadas por cometer daño a otras personas. Segundo, porque en gran medida es Abigail quien se hace cargo de atender y cuidar a los residentes, mientras Goyo trabaja en el taller, visita el penal, acude a sus clases de derecho.
— Una vez Abigail se fue una semana de visita con mi hija y todos nos enfermamos de la panza —, dice Goyo, sentado en la mesa del comedor donde almuerzan caldo de pescado.
— Dos días comimos sopa de agua de cloro, otro día sopa sin caldo —, dice Miguel. Lo recuerda con risa.
— Todos los que estábamos en la casa cocinamos, pero a ninguno nos salió… Ya vente por favor que ya estamos bien malos del estómago, vente que tenemos pura sopa mala, le decíamos– agrega su hija, también entre risas.
— Eso les pasa por atenidos —, responde sin mucho protagonismo Abigail.
Ella es una mujer de pocas palabras. Es amable y dulce, trabajadora y muy solidaria. Aunque no habla de esto en voz alta, tiene claro el valor de su trabajo y el costo de esta hazaña para ella.
— ¿Ha valido la pena?—, pregunto.
— Sí, definitivamente —, responde Goyo, sin dudar.
— ¿A qué costo?
— Ha sido muy complicado, hemos tenido que pagar costos muy muy muy altos como familia, pero yo sostengo que ha valido la pena —, dice Goyo.
Abigail escucha en silencio. Goyo continúa hablando de esos costos: pleitos, sacrificios individuales, familiares y económicos, discusiones; frustraciones porque a veces las personas que reciben no quieren aprender la lección y no valoran lo que la familia ofrece.
— Una ocasión Abigail se fue de casa, porque uno de los hermanos no quería respetar las reglas —, dice Goyo.
Reglas básicas: cumplir horarios, recoger sus trastes, limpiar su espacio.
— Es que tenemos años sin educación… nadie me enseñó nada — se justifica Jesús Miguel, que los escucha desde la mesa del comedor, renegando porque no le gusta el caldo de pescado.
Entre Goyo y Abigail hay una conversación recurrente: uno opina que ya pasaron los tiempos de prisión y yugo “el tiempo de prisión ya terminó, esta es una oportunidad de vivir su vida y ser responsables, yo no tengo que estar tras ellos”. Otra considera que lo mínimo es que respeten reglas para una convivencia sana, de qué sirve que existan esas reglas, si no se les exige que las cumplan, “él siempre dice que ya no están en prisión, que esto no es una prisión, pero si no respetan reglas no es posible convivir sanos”.
Para Goyo no hay duda: alguien tiene que hacer este trabajo, pese a los costos familiares que implica. Abigail hace complicidad con Patricia, liberada hace año y medio y tutelada laboral.
“Estar aquí es una oportunidad muy importante, no todos nos apoyan para esto, hay gente que no se quiere hacer responsable de nosotros que acabamos de salir de la cárcel, el delito de secuestro esta muy cañón, yo estaba por secuestro y no me daban nadie oportunidad”, cuenta Paty.
Ella ingresó al penal de Chiconautla en el 2004 acusada de secuestro y salió 16 años después.
“Nunca tuve problemas con nadie, acabé mi preparatoria y me aplicaba a mis áreas para que me dieran beneficio. Salir es un cambio muy diferente, nada está igual que como lo dejé, ya hay mucha tecnología, mucha maldad, aumentó. Ya no puede uno andar fuera porque la calle en la noche es peligrosa y empieza el pánico”, dice.
Paty entró a la cárcel y al salir encontró una sociedad más violenta que la prisión misma.
Vive en su casa, bajo la tutela de su hija. Para la tutela laboral acude a la casa de Goyo y Abigail, aquí ayuda en la cocina en la limpieza y recibe 100 pesos diarios (cuando puede se le da más) que se gasta en el pasaje de ida y vuelta, además de los alimentos. Esta mañana Goyo recibió una llamada del juzgado preguntando si la tenían inscrita a la seguridad social, él les explicó que no alcanza el dinero para ello.
Paty dice que la gran mayoría de mujeres a quienes conoció en prisión están ahí por sus compañeros, por sus parejas; otra parte por estar en el lugar equivocado al momento equivocado.
Un hogar al que volver
Por ideas Goyo no para. Ahora tiene un plan en mente: busca comprar un terrenito que está junto a su casa y construir un albergue para recibir a los adultos mayores que no tienen hogar. Para comprarlo quiere vender un camión de bomberos que él mismo está reparando; para construir el espacio piensa echar mano de las personas con libertad anticipada que él tutela.
“La idea de ayudar a los ancianos surge precisamente porque uno de los propósitos que tengo al ayudar a la gente que está privada de su libertad, es que al obtener su libertad entonces ellos puedan hacer algo a favor de su prójimo y qué más que la gente más necesitada, en este caso las personas de la tercera edad”, explica Goyo.
Intenta sembrar esta semilla desde que da las charlas en prisión: ayudar a los otros no como pago por sus errores, sino como agradecimiento por su libertad.
Jesús Miguel habla sobre el compromiso de estar aquí, de haber tenido esta oportunidad de la pre liberación: “Es un peso bien grande, es una lápida bien pesada porque no quiero que el día de mañana me digan: ‘le apoyaron y ahora ahí esta delinquiendo’. Es muy difícil que nunca en tu vida tuviste una educación y empezarte a educar a los 30 y tantos años, pero si no lo hago ahora, ¿cuándo?”.
Abigail y Goyo hacen cálculos, del total de personas pre liberadas que han recibido en casa, uno “70 por ciento está bien, el 30 por ciento está mal, cuatro volvieron a prisión”.
— ¿Cómo se sienten cuando se van? —, pregunto a Abigail y Goyo.
— Es como cuando se va uno de la familia, me siento mal cuando se van, luego cuando los veo bien, con sus vidas en marcha o ayudándome a ayudar, digo ‘gracias’—, responde Goyo.
Paty y Miguel escuchan a Goyo alrededor de la mesa.
— ¿Cuál es la enseñanza más grande para ustedes? —, pregunto a ellos.
— Estar unidos, apoyarnos unos a otros. Esta ya es mi familia, es la familia que me apoyó cuando más lo necesité. Me siento muy a gusto aquí, me dan paz, tranquilidad. Estoy bien, estoy donde debo estar —, responde Paty.
Paty firma su pre liberación una vez cada dos semanas y acude a sesiones de sicología.
— Para mí la enseñanza más grande es el amor —, dice por su parte Jesús Miguel —. Amor, amor, amor ante todo. Hay veces que no le hayo sentido a la vida, que ni mis hijos me animan, pero aquí siempre hay alguien para darte ánimo. Esa es la palabra, aquí encontré el amor.
— ¿Y qué entiendes por amor?
— Después de haber pasado por tantas cosas y luego el abandono en prisión, pierdes el camino de regreso a casa, a lo mejor nunca lo hubo, pierdes tu identidad. Y dicen que el hogar es donde está tu corazón. Y yo no tenía a dónde irme. Y cuando llego aquí y conozco a todos, siento que llego a casa, a mi hogar.
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