En el marco de la Cátedra Javier Valdez, organizada por la Federación de Estudiantes Universitarios de la Universidad de Guadalajara, la periodista Marcela Turati presentó la conferencia titulada: “Cuando el silencio es complicidad”, frase que retomó de la periodista Miroslava Breach, asesinada el 23 de marzo de 2017 en la ciudad de Chihuahua, y que sirvió de preámbulo para hablar de las implicaciones que tiene para la sociedad el que se ataque y asesine a las y los periodistas. Aquí una crónica muy personal de lo sucedido.
Por Maritza Lavín / @MaritzaLavin
Fotografía portada: Comunicación Social UdeG / Foto interior: Mario Marlo.
Marcela Turati es una mujer de talla mediana que ocupa el centro del escenario. Al momento de recibirla, llueven aplausos y ella no se molesta en levantar la mirada. Y no es que me parezca un acto de arrogancia sino todo lo contrario. Su mirada, un tanto dura, no está situada en la adulación. Y yo me pregunto: ¿Qué es lo que habrán mirado esos ojos?
Ataviada en un rompevientos rojo, escucha atentamente las palabras del presidente de la comunidad estudiantil. Su cabello, también rojo, brinca sobre sus hombros cada vez que pertinentemente asiente con la cabeza.
A mí me parece que luce cansada, aunque no logro descifrar exactamente de qué. Es decir, podría ser hastío, pero me parece que es algo más. Es la manera en la que aprieta ligeramente las comisuras. Como si cerrara las puertas a lo que su boca tiene que decir, como si fuera incontenible.
Entrelaza sus dedos y los lleva a su cara, se recarga en sus manos. ¿Qué estás conteniendo, Marcela? Me parece que las palabras introductorias le saben eternas. Ella escribe. No estoy segura de qué, pero lo hace velozmente, como si las ideas fueran rápidas y ella se esforzara por alcanzarlas.
Enlistan su labor, sus libros, sus galardones, sus credenciales. Ella vuelve a llevarse las manos al rostro. ¿Qué quieres decir, Marcela?, y su pluma sigue, no para. Me pregunto si como yo, ella se fuga en escribir, y en escribir lo que sea, porque eso te salva de las miradas y las atenciones que quizás no quieres.
Te pones de pie y subes al estrado.
El sonido del obturador de las cámaras te distrae, y es que quienes te fotografían son tus colegas.
Tu carrera comenzó en 1998 en el periódico Reforma. Hablas de tu vida como “periodista normal”, y es que te enseñaban a no tomar partido. Estuviste ahí seis años. Luego, tu vocación te llevó a viajar hacia el sur. Visitaste redacciones haciendo una sola pregunta: ¿el periodismo cambia las cosas?
Volviste a México, entraste a trabajar a un periódico y te despidieron a los dos años bajo una etiqueta que resulta incómoda a los medios: sindicalista.
Las decisiones de Felipe Calderón te llevaron a trabajar en la revista Proceso. Y te convertiste en corresponsal de guerra. Porque eso es lo que era. Viste morir a tus colegas. Viste a periodistas quemados emocionalmente, a periodistas que también eran madres, alejarse de sus hijos por miedo a que los asesinaran por su profesión.
Hablas de las amenazas a las que se enfrentaban y cómo éstas terminaron por ser anécdotas dentro de las redacciones. Comenzaron a reírse como quien se ríe del yugo de la rutina.
Entre todo el bullicio nació Periodistas de a Pie. Y se unieron. Platicaban de lo que les sucedía. Hablaban del silencio. Hablaban de las fugas. Luego, asesinaron a uno de los suyos. Asesinaron al Choco. ¿Qué iban a hacer ahora, Marcela?
La mitad del grupo se fue. Con la mitad restante organizaron una marcha. La primera de tantas. Te pidieron una entrevista, era un colega tuyo. Accediste y le sostuviste su pancarta. Cuando terminó, le pediste ahora tú a él una entrevista y ahora era él quien sostenía tu pancarta. ¿Quién firmaría la nota?, resultaba podrido porque esa era una evidencia de que los únicos tomando acción eran ustedes.
Estaban cansados, fatigados. ¿Cómo lidiar con tanto dolor, Marcela?
Regina Martínez, tu colega, tenía miedo. Ella cubría narco política. Ella sabía que algo marchaba mal: se habían bañado en su casa y habían usado su jabón. Una nota clarísima y potentísima de la invasión a su privacidad. Ella, Regina Martínez, fue asesinada.
Tu trabajo como periodista se conjugó con tu labor como activista. Entre escribir la nota diaria, tenía que caber la búsqueda de tus compañeros, quienes comenzaban a aparecer en fosas.
Se preguntaron si eran paranoicos. Si en verdad alguien los estaba siguiendo. Se dieron cuenta que la paranoia no era el caso. Lo que les estaba sucediendo era la impunidad, una que no les permitía encontrar un lugar seguro.
¿Por qué cubren esto?, “yo no lo elegí, cuando empecé a cubrir esto fue cuando la nota política se convirtió en nota roja”, contestó Miroslava, colega tuya. La asesinaron. Ocho tiros a la espalda. Pum, pum, pum, frente a su hijo.
¿Quién la asesinó, Chihuahua?, ¿quién? Dices que cuando matan, cuando asesinan a un periodista, matan, asesinan, al análisis de las causas. Apagan la única bombilla que iluminaba la boca del lobo.
Tu mirada parece un poco más relajada ahora que hablas sobre el estrado. Tu cabello sigue brincando, aunque ahora un poco más rápido. ¿Cómo resistes a esto, Marcela?, y tú te preguntas también: ¿cómo hacerlo sin perder la humanidad ni las ganas de vivir?, lanzas la pregunta y no logro mirarte a los ojos, y es que no puedo.
Hablas de cómo te enfrentan las víctimas. “¿Periodistas?, periodistas para qué, si ya los mataron. Quisimos decirles, pero era como hablar debajo del mar, porque nadie nos escuchaba”. Y esa frase te ha acompañado por años. ¿Quién puede cargar con eso, Marcela?, ¿Cómo nos hemos atrevido a pedirles tanto?
Dices que tus ojos se han acostumbrado al horror. Y yo me pregunto, ¿por qué hemos permitido que les succionen los ojos y con ellos, su vida?
Terminan tus palabras y la sala se inunda de aplausos.
“¿Preguntas?”, dices. Y te preguntamos. Y tú nos miras, cansada.
La única pregunta que a mí me nacería hacerte es: ¿cuándo seremos capaces de regresarles tanto?
Contestas una pregunta diciendo: “odio hablar en público”.
Y yo creo que jamás entenderemos el dolor profundo de tu enunciado.