Tlahuelilpan: después de la tragedia

La explosión de un gasoducto en el municipio de Tlahuelilpan, Hidalgo, parece haber volteado al pueblo de cabeza. Desesperada, la gente no deja de recorrer las calles en busca de una pista para encontrar a sus familiares. Un pueblo cuyo conocimiento en el mundo se desbordó con el estallido

Texto: Arturo Contreras Fotos: Ximena Natera

Tlahuelilpan, Hidalgo.- “Yo fui a alcanzar a mi papá”, cuenta Liliana Reyes. “Cuando empezó a bajar la gasolina, él se fue para allá, con mi hermano y mi esposo, a traer… Entonces vi a los trabajadores de Pemex y fui a avisarles, a decirles que se regresaran, pero ya no alcancé a llegar, porque fue cuando explotó…”.

La familia de Liliana Reyes tiene vacas y pollos, dice su tía, Carmen. Todos los días suelen ir al cerro en su camioneta, para alimentarlos. Sin embargo, esta semana han hecho el trayecto a pie, porque la gasolina había estado escaseando en este municipio.

Pensaron que si recogían unos cuando bidones del combustible en el ducto que explotó se podrían ahorrar una semana de largas filas.

La comunidad, un pueblo de 30 mil habitantes, es hogar de gente que se dedica al campo, al comercio o a trabajar en la refinería petrolera de Tula, que se encuentra a solo 15 kilómetros.

Carmen Reyes Orozco, la tía de Liliana, asegura que en la comunidad de San Primitivo, perteneciente a la demarcación, son tan pobres que ni para los vicios alcanza. Según las estadísticas más recientes, 55 por ciento de los habitantes del municipio son oficialmente pobres.

Carmen Reyes Orozco, quién perdió a su hermano mayor en la explosión del gasoducto, pasa la mañana del sábado en el centro cultural que el municipio de Tlahuelilpan acondicionó para atender a los familiares de las víctimas. Busca a dos de sus sobrinos, vistos por última vez cerca de la toma clandestina en el momento del incendio.

Por esta comunidad cruza el gasoducto de Tuxpan, Veracruz, hacia la refinería de Tula. El mismo que este viernes se rompió y empampó los campos de Tlahuelilpan.

El “lugar donde se riega la tierra” -según su significado en lengua hñähñu-, quedó inundado de gasolina.

Desde las 3 de la tarde, cientos de pobladores salieron de sus viviendas con bidones para hacerse del combustible. A las 6:50, el ducto explotó. Dejó, según las cifras oficiales, 73 muertos, 74 heridos y una cantidad aún imprecisa de personas no localizadas.

El papá de Liliana, Lorenzo Reyes, logró escapar de la explosión, pero murió unas horas después debido a las quemaduras. De su esposo, Isaac Guzmán, y su hermano, Alejandro Reyes, aún no tiene noticias.

¡Dónde está mi familiar!

Es el día siguiente de la explosión. Cientos de familiares de las víctimas salen al campo donde estalló el ducto, para vigilar cómo los peritos de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Hidalgo levantan restos de personas calcinadas.

Una tras otra, del lugar del accidente parten carrozas fúnebres llenas de cuerpos. Todas, de funerarias diferentes. Las autoridades del lugar aseguran que se dirigen a la funeraria Los Ángeles, en la ciudad de Tula, a 15 kilómetros al este. Algunos familiares, extrañados, reclaman.

Bidones, cubetas, botellas y jícaras abandonadas cerca del lugar de la explosión de la toma clandestina de gasolina.

“¡No queremos que las funerarias se los lleven!”. “¿Qué no tienen camionetas de Semefo -Servicio Médico Forense- suficientes?”. “¡Las funerarias sólo quieren vender cajitas!”. “¡Si fueran diputados, cada cuerpo tendría su propia camionetota!”…

La multitud grita en desorden.

“Sabemos cómo está el pedo del país, ya vieron lo que pasó con los de Ayotzinapa. Queremos saber a qué funeraria los van a llevar y no queremos que nos traigan de aquí para allá”, reclama alguien más.

Los gritos son para Juan Luis Lomelí, subsecretario de Gobierno del estado de Hidalgo, quien coordina los trabajos de levantamiento de los cuerpos. Entre gritos y reclamos, el funcionario intenta dar una explicación.

Asegura que no son varias funerarias, sino que es una sola. Y que se llevan los cuerpos ahí porque no caben en el Semefo local. Dice que allá limpiarán los cuerpos, serán analizados y preparados para tomarles muestras genéticas que ayuden con su identificación.

No importa, los reclamos de la gente no se detienen en ese detalle, la desesperación los hace pensar mal de quien sea, sobre todo si es el gobierno.

Para abonar al ánimo encrispado, la gente recuerda algo que pasó la noche anterior: el Ejército enterró el ducto para sofocar el fuego. Pero los familiares de las víctimas tienen miedo de que no lo desentierren y que no puedan encontrar nunca los restos de sus familiares. 
Sus nervios son entendibles; la mayoría de los que están ahí han pasado toda la noche en el descampado. Vigilando.

Lo que han visto no hace las cosas fáciles: decenas de cuerpos calcinados, esparcidos por el campo, apenas iluminados por los focos de los trabajos periciales y por una pálida luna. Muchos, petrificados en su último momento de vida, con las manos cubriendo la cara.

Una perito forense recoje restos óseos (dentadura) en el lugar de la explosión. Los cuerpos recuperados fueron enviados a una morgue privada en el municipio de Tula, a 15 km del Tlahuelilpan, lo que causó descontento entre los familiares.

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