Nueve años luchando contra la impunidad y el olvido
Texto. Alfredo López Casanova
En materia de derechos humanos, México sufre la peor crisis de que se tenga memoria. La inseguridad y la violencia se han desbordado y parecen no reconocer límites. El número o la estadística de asesinatos, desapariciones forzadas y feminicidios se mueven según a criterio de la instancia que da la información, pero la realidad cotidiana refleja un estado de terror permanente que a estas alturas es ya insostenible.
Año con año, los días del calendario se van llenando de fechas fatídicas que representan dolor y tristeza para miles de familias mexicanas y centroamericanas, ante la pasividad, y peor aún, la complicidad e involucramiento del Ejército, la Marina y corporaciones de seguridad, cuya obligación legal es brindar seguridad a la población.
El 19 de enero es una de esas fechas terribles que marca el calendario y la vida de Ana Enamorado, una madre hondureña que desde hace 8 años se encuentra en México buscando a su hijo Óscar Antonio López Enamorado, un joven que a los 17 años salió de su casa y su país rumbo a Estados Unidos, tratando de huir de una realidad asfixiante y sin perspectivas de futuro.
“Oscar no quería irse, nunca soñó con irse. Se aferraba a la posibilidad de terminar el bachillerato para luego estudiar Derecho, porque veía lo terrible de la violencia e inseguridad y se daba cuenta que nadie hacía nada para evitarlo”, recuerda su madre. Aferrada a construir un futuro diferente para su hijo, Ana renunció a su trabajo en una empresa maquiladora y puso un negocio en su casa para cuidar a su hijo, mismo que Óscar atendía por las mañanas junto a su madre, y en las tardes se iba a la escuela. La familia oía las historias de los que se iban al norte y regresaban deportados, platicando lo mal que les había ido. Óscar le decía a su mamá: “¿Para qué se van, verdad que sí podemos hacer algo aquí? ¿Verdad que aquí en nuestro país podemos hacer lo que queramos y salir adelante?” Ana le respondía que sí, que habría que hacer la lucha; pero afuera en la calle, las cosas se iban complicando cada vez más.
En 1990, cuando Óscar nació, la familia se cambió a San Pedro Sula. Al inicio de esa década la violencia no era muy intensa; pero después fueron creciendo como una plaga las bandas llamadas maras y la violencia se tornó incontrolable. Todo el tiempo tenían que llevar y traer al hijo de la escuela. Ana recuerda que había colonias que estaban bajo control de la delincuencia; incluso había letreros que decían: “entra el que quiere y sale el que puede”. No se podía entrar a esas colonias sin la autorización de los mareros.
Cuando Óscar llegó a la adolescencia intentaba llevar una vida lo más normal posible, a contracorriente del ambiente denso de su alrededor: jugaba futbol y empezó a encontrarle el gusto a la música. Tocaba la guitarra y cantaba con sus amigos en su casa, pero también comenzó a desesperarse porque se sentía presionado de que su padre y su madre lo cuidaran tanto. Les decía: “¿Siempre me van a estar cuidando?, ¿Siempre voy a estar encerrado en casa? Quiero salir con mis amigos y caminar sin miedo.”
Ana relata que su hijo se sentía como en una cárcel porque no tenía libertad. “El país cuenta con riquezas y con bellezas naturales, pero mi hijo nunca pudo disfrutarlas, nunca pudo caminar con libertad por las calles, porque siempre sentíamos temor por el alto nivel de riesgo que había.”
Entre 2006 y 2007 la situación se recrudeció: empezaron a encontrarse jóvenes asesinados, algunos de ellos amigos de la primaria y secundaria de Óscar. Pero a éste lo que más le impactó y convenció de irse de Honduras fue el asesinato de un amigo cercano, que había sido su compañero en la primaria, donde se graduaron juntos. Era un muchacho sano, humilde y que no hacía mal a nadie. Un día llegó una camioneta con hombres fuertemente armados, quienes se lo llevaron cuando estaba sentado en la banqueta de su casa, enfrente de su mamá. La señora intentó seguirlos pero no los alcanzó. Y en la madrugada le llamaron por teléfono para que fuera a recoger a su hijo a un lugar donde torturaban, mataban y arrojaban a la gente. Le habían arrancado las uñas y quemado la cara como en una fogata. El muchacho tenía 16 años. Fue un terrible suceso en el barrio, que sembró la angustia entre los vecinos. Esa noche, cuando Óscar llegó del colegio, se sentó y le dijo a su mamá: “Qué tristeza que estén matando así a la gente, a chavos que no se meten en nada. No es posible que no tengamos la libertad de salir, ni de hacer nada, porque nuestra vida corre peligro. Aquí la vida no vale nada. ¡Tenemos que hacer algo, mama!” “Pues sí hijo, deberíamos de hacer algo todos, pero lastimosamente aquí nadie quiere hacer nada, porque ven esto como normal”. “Y es que en mi país la violencia se había normalizado.”
“Ese hecho fue definitivo para que Óscar se decidiera a salir. A los pocos días me dijo que se quería ir. Para mí esa noticia fue terrible. Quise tratar de detenerlo, le planteé de muchas maneras que se quedara, le dije que podíamos irnos del lugar donde vivíamos, pero ya tenía la decisión firme. Me dijo: “No mamá, yo me tengo que ir, quiero estudiar, tengo que luchar para seguir adelante y aquí encerrado no podré. Cuando me instale en Estados Unidos voy a seguir estudiando y ya luego te vienes y estaremos juntos.”
El peor día de mi vida
“Óscar dejó Honduras el 31 de enero de 2008 a las 5 de la mañana. Ese fue el peor día de mi vida. Nos levantamos en la madrugada, arreglamos su mochila y platicamos; estuvimos sentados juntos, todavía trate de desanimarlo, pero me dijo: “El trato está hecho mamá, me tengo que ir. No me desanimes, mejor ayúdame”. Pocos minutos después pasaron por él. Desde allí inició mi calvario, porque empecé a recordar todo, todo… Mi hijo tenía su cuarto. Estaba acostumbrada a que todas las mañanas entraba a verlo y le daba un beso antes de irme a trabajar. A veces se daba cuenta. Y cuando yo regresaba, en la tarde, él me estaba esperando con las llaves en la mano para abrir la puerta, y corría para servirme un vaso de jugo o un café y nos sentábamos a platicar un rato. Esa era nuestra vida, así nos la llevábamos. Ya después, cuando él creció, era yo la que lo esperaba con las llaves, y nos íbamos a su cuarto a platicar, nunca nos dormíamos sin hablar de todo lo que había pasado durante el día; jugábamos, bromeábamos, hacíamos tarea, éramos los mejores amigos. Pero el 31 de enero de ese año todo se acabó. Cuando vi su cuarto que se quedó vacío, entraba a su recámara y no sabía qué hacer. Lavaba su ropa, la planchaba, la volvía a guardar y la sacaba otra vez… Todo ese vacío empezó acabar con mi vida.”
Los rastros de la desaparición
“El caso es que mi hijo llegó sin problemas a Estados Unidos, específicamente a San Antonio, y de allí un hermano mío pasó por él y lo llevó a Austin, Texas. Mi hermano tuvo que salir a los pocos días, pero lo dejó encargado con unas personas que también eran de Honduras.
“Cuentan esas personas que mi hijo salía todos los días a caminar a un parque por ahí cerca, y allí fue donde conoció a unos señores de Jalisco que le ofrecieron trabajo; parece que trabajaban en la construcción. Óscar trabajó pintando casas con esos hombres, se hicieron amigos y fue entonces que lo invitaron a regresarse a Jalisco.
“Mi hijo estuvo en Austin alrededor de un año y manteníamos contacto permanente. Mi hermano le había dado un teléfono y todos los días nos comunicábamos; ni él ni yo nos dormíamos hasta no recibir un mensaje de buenas noches. Cuando me di cuenta de que ya no estaba con mi hermano, le insistí que ya mejor se volviera a Honduras. Me imagino que él se los comentó a esos hombres y ellos lo convencieron de regresarse a México. Le dijeron que acá tendría mucho trabajo con buena paga; pero lo raro fue que, cuando se vino, no nos avisó ni a mí ni a mi hermano.
“Perdimos la comunicación por varios días. Él fue quien se comunicó hasta que ya estaba en México, y yo lo regañé porque eso no era normal entre nosotros.
“Estando en México me llamó desde un teléfono que debió ser público, porque el número aparecía como desconocido. Me dijo que los hombres le habían dicho que no le dijera a nadie porque lo iban a desanimar. Y yo le respondí que no debería tomar ese tipo de decisiones sin avisarme; tenía que avisarnos, pues, no debía hacer eso.
“Me dijo que se iba a quedar unos días y ya luego se iba a regresar a Honduras. Le pregunté dónde estaba y me dijo que no sabía. Unos días después me llamó un señor y me dijo que Óscar había chocado su camioneta y tenía pagar la compostura. No fue muy grosero pero tampoco nada amable. Le pregunté cómo estaba mi hijo, me lo pasó y fue allí donde lo noté muy cambiado: ya no me hablaba, no platicaba, fue muy corto en sus respuestas, sólo respondía con un sí o un no. Nunca pudo hablar conmigo como antes, yo creo que estaba vigilado.
“Le hablé a mi hermano porque todo estaba muy raro. Él también habló con Óscar y sus respuestas fueron las mismas. Mi hermano me comentó que eso le sonaba muy mal, que era una extorsión y que había que conseguir 15 mil pesos que me exigían. El señor me dio su nombre y el de su hermano: dijeron llamarse Eraclio y Fortunato Peña Ponce. Me pidieron que les depositara por la tienda Electra a Ixtlán del Río, Nayarit, y así fue como pude tener algo de información. Después de eso logré comunicarme unas dos veces más con Óscar. En septiembre de 2009 pagué el dinero, y después perdí la comunicación con mi hijo. Durante tres meses no pude contactar con él. Llamé a todos los teléfonos que me habían dado, que eran cuatro, pero nunca me volvieron a contestar.
“El 19 enero de 2010, como a las 9 de la mañana, Óscar me llamó y me dijo: “Mamá, no te preocupes estoy bien”. Desesperada le pregunté cómo estaba, por qué no se había comunicado, y me dijo que estaba bien, que se quedaría unos tres meses más y que estaba en un lugar que era como una isla. Le pedí que ya se viniera. Estábamos hablando cuando la llamada se cortó a mitad de la plática, y nunca me imaginé que esa sería la última. Fue de un celular que me dijo que apuntara porque era de él. Le intenté llamar muchas veces y nada. Pero esa vez que me habló se me hizo muy diferente, noté como si esa fuera para él una oportunidad de comunicarse. Cuando se cortó hice varias llamadas, que entraban pero nadie contestaba. Nunca contestaban. Entonces me empecé a angustiar. Llamaba a todos los números que me habían dado y jamás me volvieron a contestar.
“Me puse en comunicación con la cónsul de Honduras, que estaba en Tapachula, y nunca hizo nada; no les importaba nada, ni siquiera mostraron un interés mínimo para rastrear la llamada y ubicar la zona. Al padre Solalinde le escribí, le mandé datos, fotos, y los números de teléfono, pero nunca tuve respuesta.
“Fue hasta el 15 de octubre de 2012 cuando decidí sumarme a la Caravana de Madres Centroamericanas que venían a México y me quedé para dedicarme a buscar a mi hijo.”
Por los datos de los envíos del dinero y los números telefónicos, Ana logró conseguir información sobre el lugar desde donde los hombres le habían hablado.
“Mi plan era llegar hasta El Carrizo y a San Sebastián del Oeste, Jalisco; pero empezamos a investigar y la zona estaba muy complicada como para ingresar. Meses después nos dimos cuenta de que esas zonas estaban tomadas por la delincuencia, y que no podríamos entrar ni nosotros ni la policía. Y nunca logré entrar para seguir investigando.”
Cuando Ana empezó a indagar se encontró con algo preocupante: la camioneta que le dijeron que Óscar había chocado apareció calcinada en San Sebastián del Oeste, con cuerpos también calcinados dentro, según una nota de diciembre de 2009, aunque en enero de 2010 su hijo le había llamado por última vez. Los hechos parecen no tener vinculación, pero parece claro que las personas que tienen retenido a su hijo estaban involucradas en otras cosas. La situación se complicó, porque llegar al sitio era más difícil de lo que se pensaba. Ana siguió intentando comunicarse con las personas desconocidas, sin ningún resultado.
La tortura burocrática
“Cuando llegué aquí, presenté la denuncia ante la PGR de Jalisco, el 8 de febrero de 2013. El 17 de febrero encontraron un cuerpo, que según las autoridades es el de mi hijo. Lo hallaron en Zapopan. Me enseñaron dos fotos y les pedí que le hicieran la prueba del ADN, el perfil genético. La respuesta de las autoridades fue que lo habían hecho, pero que salió negativo. Con esa respuesta continuamos con otras búsquedas. Pasó un tiempo, y en 2015 mi carpeta de investigación, de estar en el fuero federal fue pasada al fuero común sin que nadie me dijera nada. Cuando descubrí que habían hecho eso a escondidas de mí, acudí muy molesta a la Secretaría de Gobernación para que regresaran el expediente al fuero federal. La Secretaría presionó a la Procuraduría de Jalisco para que le rindiera un informe de todas las diligencias que se habían realizado en el transcurso de todos estos años. Y es entonces cuando entregan un montón de oficios sin respuesta y vuelven a insistir en un oficio, donde informan que se encontró un cuerpo (el mismo que había sido descartado en 2013) y repiten que es el de mi hijo. Dicen que al parecer tiene todas las características físicas, la estatura, la edad, y que le encontraron un celular con un número que tenía registrado con el nombre de “mamá”, y que es de Honduras. En ese momento llamé al abogado del ministerio público de Puerto Vallarta, para preguntarle por los nuevos datos, y me dijo: “Es cierto, señora, ese es su hijo”.
“Le pregunté por el cuerpo para ir a verlo, pero el abogado me contestó: “ese cuerpo fue incinerado.” Le pregunté por qué y me dijo: “No sé, aquí no tenemos el cuerpo, lo que tenemos es cenizas”.”
“Eso me lo dijeron por teléfono, así que me fui a Guadalajara esa misma noche. Al llegar, el día siguiente por la mañana, empecé a ver el expediente y eran las mismas fotos que ya había visto; pero les exigí que me mostraran las ropas y el teléfono celular, pero todo lo habían desaparecido. Y a la ropa la habían desechado por motivo de higiene. Les exigí el teléfono para ver si el número registrado coincidía con el mío en Honduras, y me dijeron que el teléfono no estaba, y que viera el asunto con el médico forense. Pero éste tampoco sabía nada, ¡nada! Se echaron la bolita unos con otros. Incineraron el cuerpo sin dejar el perfil genético y desaparecieron todas las evidencias, las autoridades y el (SEMEFO) Servicio Médico Forense de Jalisco. Y hasta ahora, después de miles de oficios, no me pueden dar respuestas porque no las tienen. Sólo dejaron las huellas dactilares de ese cuerpo. Pero eso no es suficiente, pues se requiere checar con las huellas dactilares de Honduras. Yo tengo el comprobante de que mi hijo hizo su trámite de cédula de identidad antes de salir de Honduras, y allí tienen las huellas dactilares pero no me las quieren dar, dicen que no las tienen.
“Ahí está atorado todo. Me querían dar una bolsa con cenizas para cerrar el caso. Para ellos esa bolsa de cenizas era mi hijo. Incineraron un cuerpo que alguna familia debe estar buscando, y así será imposible la identificación.”
Nueve años de búsqueda
“Mi hijo va a cumplir 9 años que fue desaparecido y las autoridades más bien han buscado entorpecer mi búsqueda; no se avanza casi nada, y cada vez es peor porque cambian de personal y es como empezar de nuevo, una y otra vez.
“Cuando Óscar desapareció, todo desapareció para mí, hasta las ganas de vivir. Muchas veces he pensado que mi vida no tiene sentido. Cómo voy a aprender a sobrevivir sin mi hijo. Me doy cuenta de que soy la única que tiene que buscarlo y no puedo quedarme de brazos cruzados, pues el amor inmenso que le tengo a mi hijo es lo único que me tiene en pie de lucha