Luz Elena: Ser discriminada y perder la autonomía del cuerpo en medio de un parto
Luz Elena es una mujer joven purépecha, originaria del estado de Michoacán y migrante interna. En febrero de 2020 tuvo a su primera hija, después de una jornada de más de 24 horas en las que los y las trabajadoras médicas del Hospital Civil Nuevo de Guadalajara la sometieron a actos de violencia obstétrica y tortura por discriminación.
Le negaron la atención, la hicieron permanecer en una sala de espera sin medicamento aunque sufría dolores fuertes, le hicieron comentarios despectivos en relación con su origen purépecha e intentaron obligarla a un procedimiento quirúrgico que ella no deseaba.
Luz Elena y su mamá, Esperanza, que siempre la acompañó, cuentan esta historia de tortura, conscientes de que no son ni las primeras ni las últimas mujeres indígenas que la han sufrido. Recuerdan el miedo de muerte y el sufrimiento que implicó aquel momento, y que ahora, las lleva a exigir un acompañamiento y trato digno para todas las personas sin importar su origen.
Por Ximena Torres
Aquí puedes escuchar la versión sonora de esta historia:
***
Luz Elena es una mujer purépecha de 20 años, originaria de la comunidad indígena de Cocucho en Charapan, Michoacán, pero que migró a Guadalajara a sus pocos días de vida. Su mamá, Esperanza, llegó a la ciudad a mediados de los años 90 en búsqueda de mejores oportunidades de trabajo y sólo regresaba a su pueblo para registrar el nacimiento de sus hijos.
En febrero de 2020, Luz tuvo a su primera hija y la llamó Erandini, un nombre purépecha que en español significa amanecer, así como la madrugada en la que nació la niña, después de una larga jornada de angustia y dolor para Luz, provocada por quienes supuestamente estaban encargados de garantizar su salud y vida. Ella recuerda que en aquellos momentos no estaba muy segura si llegarían a donde están ahora: la celebración de un año de vida de su hija.
Lo que vivió Luz Elena fueron prácticas de tortura cometidas por el personal del Hospital Civil Nuevo de Guadalajara “Juan I. Menchaca” por razones basadas en discriminación, motivadas en su origen purépecha. Y como es usual en esta grave violación a los derechos humanos, Esperanza, madre de Luz, también fue víctima indirecta de la tortura, pues compartió con ella los momentos de dolor, angustia y sufrimiento.
Por más de 24 horas, Luz estuvo en la sala de espera del hospital sin ser atendida de la manera en la que una mujer en trabajo de parto requiere. Así le fue vulnerada su dignidad y se le negó su carácter como persona sujeta de derechos, entre ellos los sexuales y reproductivos. Padeció dolores fuertes sin recibir algún medicamento para sobrellevarlos y temió por su propia vida y por la de su hija.
Fue, además, una situación de violencia obstétrica que Guillermo Ortiz, médico obstetra de Ipas CAM (Centroamérica y México) explica como “aquel momento en el que el personal de salud se apropia del cuerpo de mujer y de sus procesos reproductivos, lo que provoca una pérdida de su autonomía y su derecho a decidir”.
Este tipo de violencia contra las mujeres abarca desde el uso de procedimientos no recomendados, la administración de medicamentos sin consentimiento, insultos, la negación de un servicio y otras prácticas que en los peores escenarios pueden provocar la muerte materna y del o la recién nacida.
A pesar de ello, la violencia obstétrica no implica una sanción en Jalisco porque no está reconocida en Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LAMVLV) del Estado. Michoacán, Guerrero y Tabasco están en la misma situación. Los otros 28 estados del país sí la incluyen en su LAMVLV.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) destaca la situación de las mujeres indígenas mexicanas en su Informe Anual 2019, pues señala que prevalece la violencia en contra de ellas por parte de personal médico en las instituciones de salud pública al momento de acceder a servicios de salud sexual y reproductiva.
La primera vez que Luz Elena sufrió violencia obstétrica transcurría el segundo trimestre de su embarazo y una doctora del mismo Hospital Civil, sin siquiera practicarle una ecografía, le dijo a Luz que su hija ya estaba muerta, que no tenía caso que asistiera a las citas de revisión.
En las siguientes horas, Luz Elena descubrió que la doctora estaba equivocada. Lo que le había pasado era un ligero desprendimiento de placenta que le provocó sangrado. No imaginó que el trato cruel, insensible y poco profesional que recibió de la doctora, lo replicarían otros miembros del personal médico hasta el último día de su embarazo, en las horas previas al nacimiento.
Luz Elena y su mamá, Esperanza, recuerdan que llegaron al Hospital Civil Nuevo un sábado en la noche porque Luz ya estaba en trabajo de parto. Sus contracciones y dolores eran fuertes. Se llevaron una sorpresa cuando les dijeron que no había espacio para atenderlas porque el hospital estaba lleno, que fueran a otro lado.
Ellas se negaron porque sabían que en cada uno de los Hospitales Civiles hay un Módulo de Atención Médica para las Comunidades Indígenas, por lo que debían ser recibidas ahí. Esperaban que los y las funcionarias de dicho módulo les ayudaran, pero tampoco recibieron el acompañamiento que esperaban de su parte.
Cuando Esperanza fue a buscar a la encargada del módulo no la encontró y después, cuando por fin estuvo en contacto con ella, perdió toda expectativa.
“Incluso también está la doctora Lina me dijo que no por ser comunidad indígena voy a tener una atención especial”, cuenta ella.
El miedo de lo que pudiera pasar era mayor por otras experiencias que Esperanza había vivido como mujer indígena, migrante y hablante de purépecha. A otra de sus hijas también le intentaron negar el servicio cuando iba dar a luz años atrás. Meses antes había visto a una mujer indígena parir en los pasillos de otro hospital. Y cómo olvidar los comentarios despectivos que muchas veces le hicieron a ella misma por la cantidad de hijos que decidió tener.
Dennise Montiel, codirectora de Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (CEPAD), explica que en los casos como éste, en los que las mujeres están expuestas a muchas situaciones de violencia, es más difícil para ellas reconocer actos de tortura debido a su naturalización.
Con las opciones cada vez más limitadas, Esperanza les propuso a los encargados del registro del hospital que atendieran a Luz, aunque después ella tuviera permanecer con su hija en brazos, o incluso, aunque no tuviera una cama. Y es que no buscaban un trato especial, solo querían que se les garantizara el derecho de ser atendidas. Fue hasta entonces que pusieron a la joven embarazada en la “lista de espera” para ser ingresada.
Luz y Esperanza pasaron más de 24 horas en la sala de espera. En todo ese tiempo se dieron cuenta de que había otras mujeres que también estaban por parir a las que sí estaban ingresando. En cambio, a Luz Elena sólo la llamaban para hacerle tactos vaginales aproximadamente cada dos horas.
Fueron casi 15 veces las que entró y salió del hospital. Ahí le decían que todavía no tenía suficientes grados de dilatación y la volvían a mandar a la sala de espera, aunque los dolores que sentía por las contracciones estaban al límite y la hacían llorar.
Luz recuerda que en medio de uno de los tactos vaginales llegaron los dolores y, aunque el personal del hospital la vio, no le administraron ningún medicamento para calmar lo que sentía. Al contrario, desestimaron su sufrimiento diciéndole que sus dolores “eran bajitos” y la regañaban por su insistencia.
“Una doctora me dijo que para qué iba tantas veces si todavía no llegaba a los siete de dilatación, que a qué estaba metiéndome. Y pues yo dije, bueno si ellos me están dando la hora a la que tengo que entrar y otra vez me dicen que no entre ¿pues ahí cómo?”, recuerda Luz Elena.
La impotencia y desesperación era cada vez mayor. Esperanza sentía que tenía las manos atadas y que sus exigencias no valían nada para los y las funcionarias del hospital, así que recurrió a una abogada a la que conocía. Con su ayuda se dieron cuenta de que el nombre de Luz Elena ni siquiera estaba en la lista de espera de ingreso. El argumento del personal era que sí la habían registrado, pero luego la borraron porque “pensaron que ya se había ido”, a pesar de las entradas y salidas constantes a Luz para practicarle los tactos.
Después de que la abogada habló con muchos y muchas funcionarias, con la indignación a tope, registraron de nuevo a Luz Elena y la ingresaron para atender su parto. Y eso no fue todo, sino que, antes del nacimiento de su hija, la presionaron para que tuviera una cesárea. Le dijeron que si no le practicaban ese procedimiento quirúrgico Erandini iba a nacer muerta porque “ya se había pasado” de tiempo.
Sin embargo, Luz quería tener un parto natural. Era importante para ella porque forma parte de los usos y costumbres de su comunidad purépecha, que según la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, las y los funcionarios públicos deben respetar y garantizar en todo momento.
El artículo 11 de esta Declaración dice que: “los pueblos indígenas tienen derecho a practicar y revitalizar sus tradiciones y costumbres culturales. Ello incluye el derecho a mantener, proteger y desarrollar las manifestaciones pasadas, presentes y futuras de sus culturas…”.
Además, para atender el caso, el personal médico debía considerar el “Modelo de Atención a las Mujeres durante el Embarazo, Parto y Puerperio con Enfoque Humanizado Intercultural y Seguro” de la Secretaría de Salud.
Dicho modelo opera desde 2008 y se basa en la aceptación del modelo tradicional de atención del parto, que parte del reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas a utilizar su medicina tradicional. Sólo en 2019 el Programa IMSS-Bienestar registró mil 346 partos con enfoque intercultural. Pero el de Luz Elena no fue uno de ellos.
“Sí me sentí mal porque yo dije, ¿cómo? Si me la hubieran atendido antes iba a ser parto normal, no cesárea. Y sí, se los dije”, dice Luz Elena.
Ella se negó a la cesárea hasta el último momento y después de ser atendida por al menos cinco doctores diferentes, el último le dijo que tendría un parto natural. Sin embargo, para ello, le aplicó la maniobra de Kristeller, una práctica que consiste en empujar la panza de de la mujer embarazada para facilitar la expulsión del bebé, pero que la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasifica como “no recomendada” y también se considera violencia obstétrica.
A pesar de todos los atropellos a los derechos sexuales y reproductivos de Luz Elena, su hija Erandini nació con buena salud. Lo que persiste son los sentimientos de indignación, coraje y exclusión por parte de las y los funcionarios.
Esperanza cree que de no ser por la intervención de la abogada a la que le pidió ayuda, nunca las hubieran atendido. Y le duele solo imaginarlo, pero reconoce que sin la ayuda que recibieron probablemente Erandini, Luz Elena o ambas hubieran perdido la vida.
Las dos mujeres purépechas que cuentan esta historia reconocen que lo que vivieron fue una situación de discriminación por su origen indígena, porque su lengua materna no es el español y hasta por su posición socioeconómica.
“Porque una también por falta de dinero o a lo mejor porque uno no se sabe expresar bien o no puede hablar bien el español, yo me imagino que fue por eso. Y pues sí, esa vez sí me sentí mal, como quien dice atada de las manos. No podía hacer que atendieran a mi hija, eso era lo que yo decía”, expresa Esperanza.
La sensación de que el sistema de salud pública les da la espalda está siempre presente, pero no es exclusiva de este caso. Guillermo Ortiz de Ipas CAM, explica que una de las consecuencias de la violencia obstétrica es que las mujeres se alejen de los sistemas de salud por miedo de que sus derechos sean vulnerados, lo que genera aumentos en la tasa de morbilidad y mortalidad materna, que en México es de 59.9 mujeres muertas por cada 100 mil nacimientos según la Dirección General Epidemiológica de la Secretaría de Salud.
Esto se vuelve más preocupante al revisar que, de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS) 2017, 24.5% de las mujeres indígenas mayores de 12 años en México habían experimentado al menos una situación de discriminación en los últimos cinco años antes de la encuesta. El espacio en el que más las discriminaron fueron los espacios como consultorios, clínicas y hospitales. 40.1% de las mujeres habían sufrido discriminación en el ámbito de los servicios médicos.
Cuando salieron del Hospital Civil Nuevo de Guadalajara, Esperanza y Luz Elena decidieron no poner una denuncia ante las autoridades, pues las veces que se han acercado a los sistemas de procuración de justicia también han recibido tratos indignos, tienen dificultades para comunicarse porque los y las funcionarias no hablan purépecha o no tienen intérpretes en las oficinas y les es imposible llenar algunos formularios porque, al menos Esperanza, no sabe escribir.
Las condiciones desiguales a la que se enfrentan no eliminan sus exigencias. Al preguntarles qué es lo que quisieran que cambie, ellas tienen muy claro que necesitan que en todas las dependencias públicas se ofrezca un acompañamiento integral, que incluya intérpretes y un trato digno e igualitario para las personas indígenas de todos los pueblos. Están cansadas del racismo y discriminación que viven en todos los lugares.
“Todos los de mi pueblo han venido y hay gente que no sabe hablar. De otras partes también han venido y no saben hablar, por eso es que yo peleo mucho de que acompañamiento, debe haber acompañamiento, no debe ir una sola persona. Porque pues si a mí me trataron así y a mi hija también. Cómo han de tratar a las que no saben hablar” dice Esperanza.
La CIDH también lo señala en su Informe Anual 2019 sobre el seguimiento a sus recomendaciones de la situación de derechos humanos en México: no existen las garantías suficientes para que las mujeres indígenas cuenten con intérpretes y defensores que comprendan su lengua y cultura en todos los juicios y procedimientos, lo que implica un gran obstáculo para su acceso a la justicia.