Cementerio

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

La semana pasada escribí acá sobre la tan esperada llegada de las lluvias, que en estos días han sido verdaderas tormentas, y las trampas con las que se topa la ciudadanía cada vez que se cae el cielo en agua, específicamente aquellas relacionadas con el abandono, el deterioro y el mal estado en el que se encuentra la infraestructura urbana.

Sin ser necesariamente una continuación del texto anterior, la entrega de esta ocasión se relaciona con la pasada porque esta semana me ha llamado mucho la atención la cantidad de árboles caídos que está dejando esta temporada de lluvias. Sólo la tormenta del martes 2 de julio dejó un saldo de 183 árboles caídos, producto de una tormenta que tuvo ráfagas de viento de hasta 100 kilómetros por hora, equiparables con las de una tormenta tropical, pero en plena mancha urbana.

Como el calor, las inundaciones y las cifras maquilladas de Alfaro, la caída de árboles cada temporada de lluvias es una de las cosas más cotidianas a las que estamos expuestos las y los ciudadanos de esta ciudad. Sin embargo, creo, aunque puedo estar equivocado, que este año han caído muchos más que en otros años. El miércoles por la mañana, en el trayecto a mi trabajo pude contar más de diez árboles caídos en Mariano Otero, sólo entre avenida La Calma y Periférico. La noche anterior vi uno y en la columna anterior ya había yo dado cuenta de otros cuatro.

Los camellones de la ciudad parecen un cementerio de árboles.

El crecimiento y la expansión de la ciudad tienen una pésima relación con el arbolado. Pareciera que son dos bandos irreconciliables en un conflicto donde los árboles llevan la de perder: porque a los gobiernos no les interesa, porque cada obra pública de gran escala que se realiza viene acompañada de una terrible deforestación —para muestra, el Periférico y las obras del Macrobús—, porque no hay una campaña de reforestación urbana seria y planificada y porque a las y los ciudadanos pareciera poco importarnos algo de esto: muchas personas se molestan porque los árboles tiran muchas hojas, o porque rompen las banquetas, o porque obstaculizan la visibilidad de los espectaculares, o por lo que se les ocurra.

Unas líneas arriba mencioné que no hay una campaña de reforestación urbana seria: cada vez que los gobiernos tiran un árbol, prometen que van a reemplazar ese arbolado. En los discursos, en los videos, en los posteos de redes sociales la promesa suena muy bien. En las calles, en los camellones, en los parques… en la realidad, vamos, los hechos son muy diferentes: casi siempre la cacareada reposición de árboles consiste en poner piezas muy jóvenes, débiles, que difícilmente sobreviven a la plantación y terminan secándose. Pero ya no importa: para cuando eso ocurre, los discursos ya se leyeron, las fotos ya se tomaron y se publicaron, los documentos ya hasta premios recibieron y nos acostumbramos a ver las calles sin árboles.

El problema es que ya nos acostumbramos a perder árboles y no importa qué tanto calor haga cada año, no importa cuántos discursos de compromiso ambiental se lean cada año: seguimos perdiendo áreas verdes y ganando concreto. La ciudad se queda sin pulmones porque el monstruo inmobiliario no sacia su hambre y porque cada año las lluvias hacen su parte.

Pareciera que se nos olvida que los árboles son seres vivos y, como tales, requieren condiciones adecuadas para su conservación. Necesitan un mantenimiento adecuado. Pero todo esto es ajeno a autoridades y ciudadanía: no tenemos una cultura del cuidado ambiental y, específicamente, del mantenimiento del arbolado. Pareciera que nos da igual si hay árboles o no, aunque cada temporada de estiaje nos haga ver que cada vez hay menos espacios para resguardarnos del calor y muchas menos áreas de regulación ambiental.

A pesar de que todo invita al pesimismo, sí creo que todavía es posible hacer algo. No se trata de alentar un optimismo iluso: los resultados igual no los vamos a ver. Vamos muy tarde para vivir la ciudad que queremos, pero estamos a tiempo para empezar a reforestar la ciudad arbolada que nos gustaría tener en 20 años. Pero para eso hay que aprender a plantar, cuidar y mantener los árboles que hoy no tenemos. Acompañarlos a crecer.

Lo escribo y me siento fatal, iluso, incluso ingenuo, pero me siento más fatal mientras voy contando árboles caídos por doquier, árboles cuyos beneficios ambientales son irremplazables. Y las consecuencias no las vamos sufrir: ya lo estamos haciendo.

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La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

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